viernes, 27 de abril de 2012

¡Mirá, Pá!


“Mirá Pá’ ¡Vamos primeros en el campeonato de reserva!”. El padre lo mira a su hijo, y le responde “Sí! Buenísimo.” devolviéndole a la exclamación de alegría que muestra con su sonrisa el nene, otra sonrisa, pero más tierna y con un poco de lástima. Lástima porque recuerda en su infancia, sin HD, sin ni siquiera televisión, sólo con “la magia de la radio” y la revista Goles, pero con muchos campeonatos, Libertadores y goleadas. Y piensa en su hijo más chico, que con 10 años solo vio campeón a su club 2 veces; porque los dos más grandes, mal que mal, vieron muchos campeonatos, hasta tricampeonatos, Libertadores, un poco opacados por los éxitos de los innombrables, pero buenos momentos al fin.
Entonces, cuando el más chico dice que se acuerda del torneo del 2004, ellos no lo contradicen, pero dudan que con sólo 4 años se acuerde de esas cosas. Piensan que es una forma de deseo, de querer tener en su memoria, y en su currículum, esos momentos que te marcan en la infancia, y que algunas veces te marcan los colores de un club, por eso, los hermanos y el padre lo respetan y no lo contradicen, ni se burlan de él.
Del campeonato del 2008 sí que se acuerda, bien que se acuerda… Aunque a veces piensa que es mejor no acordarse o haberlo podido recordar de otra manera, porque ese día, en el momento en que su ídolo corría alrededor de la cancha alocado, festejando, alrededor de la pista olímpica, él estaba sentado en una silla incómoda, de madera, con cara de velorio, porque ahí estaba, en un velorio, rodeado de gente mayor que lo saludaba al paso y que lo relacionaba como hijo de alguno de sus tíos, pero nunca se le daba por decir el nombre de su padre cuando le decían: “Y vos debes ser el hijo de…” y él se la pasó corrigiéndolos, con paciencia, a esos familiares lejanos o conocidos de la familia o de su abuela.
Hasta que no aguantó la ansiedad que lo carcomía y salió de la sala velatoria en busca de algún televisor. Afuera hacía frío, ya había anochecido y la calle estaba oscura y lloviznaba. Se preguntaba si todos los velorios se realizarían sólo con ese clima. Esa duda le duró poco, enseguida se focalizo en el objetivo de encontrar alguna vidriera de un bar en el cual ver el resultado del partido. Tuvo que caminar tres cuadras hasta la calle principal y en una esquina encontró un pub, con unos televisores que le mostraban el festejo de sus jugadores, ese festejo alocado por la pista, con alegría y él pensaba si sería el único en esa situación, de ver campeón a su equipo mezclado con la tristeza y la amargura de perder a un ser querido.
Enseguida volvió, mitad feliz, mitad triste, haciendo cálculo las tres cuadras de regreso, de que podrían haber empatado hoy y al domingo siguiente todavía dependían de ellos para salir campeones, “y en una semana la tristeza pasa un poco y en una de esas salir campeón nos alegra más” se decía en silencio.
Una vez vuelto a la realidad del velorio, el silencio, las caras largas, ese olor igual o más horrible que el de un hospital, lo ve a su papá y piensa que le gustaría estar en otro lugar, diciéndole que salieron campeones, que vayan a la plaza a festejar, o mejor, sin la necesidad de hacerlo, porque de no estar en esa situación, él estaría, con sus hermanos y su papá sufriendo los nervios lindos que da el fútbol, pateando con el nueve, viendo la pelota entrar esquinada, pegando en el costado de la red, saliendo a gritar el gol por todos lados, saltando a cabecear con los defensores en cada córner, trabando con el cinco, y después festejando, todos juntos. Pero no, la situación es otra y entonces él se acerca y cuando el padre lo mira, le dice, en el tono de voz que se mantiene en el lugar, “Pa, somos campeones” y sólo recibe como respuesta del padre, frunciendo los labios: “las vueltas de la vida, ¿viste?”.
Y entonces duda si se lo tendría que haber dicho o dejado que se enterase cuando salga de ahí y entonces esperar su reacción, si se lo cuenta o no, y si se lo cuenta, con cuánto énfasis para poder él responder acorde a la situación. Porque su abuela era la mamá de su papá, y se pone en su lugar y concluye que le importaría un comino que su club salga campeón de lo que sea, aunque por otro lado, se corrige, porque al menos sería algo bueno dentro de todo tan malo. Pero enseguida deja de pensar en eso, porque no quiere imaginarse que a su mamá le pase nada, se dice que eso sólo pasa cuando sos grande, te casás y tenes hijos a los que les enseñas a jugar al fútbol y a besarse el escudo del club.
Aunque él no se imagina ni grande, ni casado, ni con hijos, ni con su mamá ni su papá viejitos, él se imagina en la primera del club, siendo él quien mete el gol, el que corre como un loco por la pista de atletismo, con todos sus compañeros atrás tratando de alcanzarlo para abrazarlo y festejar y dar la vuelta, pero con su papá, su mamá y sus hermanos ahí, festejando con él, y que “las cosas de la vida” sean sólo felices como salir campeón, pero sin velorio.

"el perro portugués..."

En memoria de la abuela Queca...

Hoy tocaron la puerta, como siempre en casa, hay dos opciones: o no atiende nadie, o, la segunda y menos usual y más irritable, al ver que uno de los más chicos sale alborotado a atender, el otro corre, lo alcanza, se lanzan en 20 metros con obstáculos, manotazos, piquetes de ojos y cualquier otra viveza bilardista que se les pueda ocurrir.


Bueno, como dije, generalmente es la primera opción, embobados con la TV, nadie atiende, entre reproches porque no atiende y desganado por saber quién toca el timbre a esta hora, busco la llave y pregunto quién es.
No hace falta aclarar mucho, contra todos los pronósticos, noches heladas, siestas de esas que dejan la brea como chicle, lloviznas insoportables y resbalosas; ahí estaba, del otro lado de la puerta el Perro Portugués, esperando que le abras, para entrar campante, sin escuchar ni prestar atención a las quejas por los climas y los horarios en los que se largaba a andar.
Hoy fue distinto, estaba más radiante que nunca, creo que estaba con una de sus tortas con chips de chocolates, esas tan ricas, salvo cuando las hacía de apuro antes de ir al Balneario, y dejaba todo en manos de las mágicas Essen. El resultado era lógico. Crudas, o quemadas, o ambas. A nosotros nos gustaban igual.
Si no me equivoco también traía un Lemon Pie, de esos que hacía para los cumpleaños, para los asados de los domingos, o los sabados en todo caso. Esos sábados de noche en los que se negaba hasta la ofensa si insistías en ponerle un plato porque ella de noche no comía, aparentemente…
Después la veías, mientras juntaban la mesa, picotear algo de todos los platos, hasta que llegue la reprenda de los hijos  y nietos. Esos hijos y nietos que hoy no le reprocharíamos nada; al contrario, la recibiríamos con alegría al verla llegar, con la peor de las lluvias y a las 10 de la noche, con los tomos de Urquiza Almandoz, para contarnos de la imagen intachable de Urquiza y la tiranía porteña, para enseñarnos a amar la ciudad por sobre todas las cosas, o a contarnos historias y enseñarnos la letra de La Marseillese, haciéndonosla escuchar desde ese cassette escrito con su hermosa letra de maestra.
Porque era eso, una maestra, y la mejor enseñanza que me dejó fue la de darme cuenta que no estamos en vano, que no pasamos en vano, que podemos dejar marcas en los demás, un legado, no económico, uno mejor, como que te recuerden todos orgullosos de vos, alegres, contando anécdotas felices, porque el Perro Portugués nos toca la puerta cada vez que nosotros queremos traerla a nuestra memoria, para recordarla, por nostalgia, para pedirle que nos ayude y para decirle: “Abuela, vamos, yo te llevo” – No importa que sea tarde, el auto esté guardado y yo cansado. Yo te llevo, pero contame una historia más….

infancia...


¿Alguien me va a contradecir si afirmo que una de las sensaciones más lindas de la infancia era andar en bici con papá?
A la edad en que yo todavía no podía andar solo, disfrutaba de los viajes en La Bergamasco Azul. Sí, tiene nombre, no es una bicicleta cualquiera…
Las vueltas de la escuela, los fines de semana en el asiento de atrás, con el almohadoncito y el paisaje de los laterales; obviamente para adelante no podía ver porque estaba mi viejo.
Cuando volvíamos de la escuela con él, pedaleábamos veinticinco cuadras hasta llegar a casa (sí, pedaleábamos, o al menos yo sentía que ayudaba  y aportaba mi fuerza).
Siempre tuve una duda. En el viaje de regreso, tomábamos la calle 25 de Mayo, atravesábamos el Bvard Irigoyen y después de dos cuadras doblábamos a la izquierda por Sartorio. Cabe aclarar que en esa parte de la ciudad, que da a la cantera, la 25 de Mayo es muy baja, por lo tanto para tomar Sartorio teníamos que subir una loma pronunciada, en la que siempre sufrí pensando que no la íbamos a pasar, que no íbamos a llegar, que las pedaleadas y el esfuerzo del Vasco y mío no iba a alcanzar e íbamos a caer para atrás; pero el viejo le metía y siempre llegamos, nunca nos quedamos. Qué alivio…
La duda es: ¿Valía la pena tanto esfuerzo? ¿No era más peligrosa esa subida que ir por el transitado bulevard? Mas cansadora y sufrida seguro…
Obviamente estas preguntas las planteo acá porque nunca se las hice a papá, en parte porque me gustaba el desafío de la subida, le daba el toque de adrenalina al rutinario viaje de vuelta de los mediodías, y además porque cuando somos chicos creemos que nuestro papá es el mejor, que las cosas que dice son y tienen que ser así.
Después vamos creciendo, empezamos a verle defectos, las cosas que dicen son totalmente lo contrario a lo que nosotros decimos y queremos, y después seguimos creciendo y nuestro viejo vuelve  a ser nuestro ídolo.
Pasaron unos años, y me regalaron la primer bici sin rueditas, la CAINO azul, mi compañera de viaje hasta Parque Sur, pero ahora solo, sin papá, sin asiento ni almohadón. Eso es ser independiente…
La CAINO, siempre fiel, aunque a veces tenía sus traiciones. Te jugaba una mala pasada cuando apretabas el freno delantero y salías despedido, volando por encima de la bici. Al principio eran accidentes, después comenzó a ser nuestro diversión por la calle Tibiletti en el Puerto Viejo.
Eso sí, se puede decir que era como volar. Qué frase hecha, porque ¿cuántos de los que la usan queriendo explicar algo reconfortante, tranquilo, lo han experimentado?
Yo conozco pocos, o mejor dicho, conozco uno. Diego, “el del parapente”.
Parece que Diego sabía cuando llegábamos a Sarandí y pasaba, volando alto, con un ventilador atrás y un paracaídas arriba, y tiraba caramelos (Qué peligro si llegaba a tirar un LIPO, ¿no?).
Debo admitir que sentí cierta desilusión cuando lo vi, abajo, en la tierra. Fue como ver actuar a un payaso, reirse, y cuando termina la fiesta verlo a cara lavada, vestido de civil.
Para mí, Diego era él con su parapente, digamos que formaba parte de su anatomía, por eso, cuando lo vi por primera vez en esa carneada, preferí ignorarlo y seguir pateando mi pelota, ¿qué me querían hacer creer a mí que ese tipo grande y canoso era él?.
Y las carneadas…¿Existe algo más lindo que eso? Ya sé, al que no tiene cada invierno un fin de semana de “chancheada” o que nunca vivió una experiencia así, le puede parecer insignificante mi pregunta, o hasta ridícula y carente de sentido. Yo les respondo, con todo mi respeto, que no saben nada.

Hay pocas cosas que espero con tanta ansia como la carneada o año nuevo.
Más lindo fueron las veces que caía justo en mi cumpleaños, porque estaban todos, y aunque estaban por la carneada, yo sentía que también estaban por mí, y que era como el cumpleaños de la Abuela, que venían hasta los de Buenos Aires.
Y jugábamos a la pelota, con Leandro, Juan, Pablo, Martin, o dibujabamos con Sabi y Petra.
Después de la carneada, medio año más tarde llega año nuevo, y otra vez la alegría y la ansiedad de ver a todos, hasta a Cuninga con sus cohetes….
Los “año nuevo” se pueden resumir en: La esquina de los grandes, donde estaba Adela, y ahora la copan los tíos mayores, La Punta del tablón, la más ruidosa (y no solamente porque esté Pipu), a la que pertenecemos los primos más jóvenes, y la parte del medio, que es más tranquila y generalmente se dedica a ponerse al tanto de sus vidas mientras se acerca el nuevo año.
Una de las características de esta reunión, es el saludo de las 12; todos empezamos a girar, alborotados, alrededor de los largos tablones, para saludar a todos, sin pensar que, al girar todos en el mismo sentido, siempre te van a quedar familiares sin saludar, que los terminas saludando a las 12 y cuarto, después que diste toda la vuelta y empezás a relojear quién te falta besar. Nunca faltan los que te saludan tres o cuatro veces, entre el mareo de ver gente pasar y el alcohol besan al que se les planta adelante.
 La conclusión es que la parte más inteligente es la de la esquina de los grandes, que siempre se quedan sentados, por viejos o por sabios, porque están seguros que todos nosotros, al empezar a caminar alrededor de las mesas, vamos a pasar por su silla y los vamos a saludar…Muy comodo y efectivo.
Otro de los recuerdos de mis estadías en Gualeguaychú, es el de jugar a la pelota con la tía Rosa, de su mágico y juanetesco pie derecho, de sus atajadas en el parque o en el garage de la casa de la Abuela, con la pelota de goma, con la pulpito o con la de cuero, su fanatismo por Marzolini (¿Quién carajo era ese? Yo estaba con Ortega, el Enzo, Gallardo o Crespo, pero no me importaba, me sentía orgulloso de que mi tía sabía de fútbol). La tía siempre estaba, atenta a todo y a todos, con sus juegos y sus paseos al parque, al tractor amarillo, a trepar árboles, a subirnos a las estatuas de los perros, o al cohete altísimo de la placita en las siestas, para que no molestemos a los que querían descansar.
Por último, el fútbol. Y no lo ubico en este lugar porque sea el que realmente ocupe, sino porque no encontré mejor manera de terminar esto que hablando de él.
Cualquiera de los hombres va a coincidir conmigo si digo que gran parte de nuestra vida y nuestro corazón esta destinada a la pelota, con el perdón de las damas. Pero es así, convengamos que todos, circunstancialmente, hemos dejado plantados a nuestros amigos alguna noche por una mujer. Pero esa misma persona, no resiste la tentación de ver un partido o jugar un fulbo con amigos, y ahí sí, no hay novia que valga ni cualquier evento que haya sido previamente organizado con ella. Y no tiene explicación lógica. O quizá, sí, nuestra justificada excusa es que el fútbol nos acompaña desde que nacemos y hasta que la muerte nos separe.
Ante cualquier queja, diríjase a nuestro padre, tíos o primos, o en su defecto, a quienes en cada cumpleaños, navidad, reyes o día del niño, se les ocurría la original idea de regalarnos una pelota.
De chico había dos regalos fijos, la pelota y el perfume Pibes, o para variar, PACO. Creo que si quisiera todavía podría seguir bañándome en esas colonias, como lo hacía mamá antes de cada cumpleaños.
Con las pelotas no he tenido la misma suerte de durabilidad. Puedo decir que le dábamos mucho uso, y que, como se dice en el ambiente futbolístico, la descosíamos. Pero no por el buen trato que le dábamos al balón, sino porque la calidad de la costura no era la mejor. Ahí se explica por qué en cada acontecimiento nos regalaban una pelota…Seguramente la anterior ya estaba hecha cuero…