viernes, 19 de octubre de 2012

Feliz Cumpleaños



“Gol de River. Un tal Saviola, que no conozco…” le dijo la abuela –sentada en el patio- a papá, que venía de adentro.  En la radio a pilas, seguramente de Estela, se escuchaba una voz que te capturaba en el relato de un partido de fútbol, y te llevaba en directo a esa cancha en Jujuy.
Un ruido como a fritura se interponía al relato y, con precisión de cirujano, la tía buscaba, desplazando el dedo índice sobre una ruedita de plástico el lugar justo del dial que permitiera la claridad en la voz del uruguayo que nos contaba lo que pasaba en un rectángulo de pasto, a más de 1000 km de ese patio de Gualeguaychú, que nos tenía al acecho, sentados en sillones de playa, entre el aljibe y las sombras de un naranjo y un limonero, con pocas frutas, pero frondoso y con muchos brotes de primavera. Esa búsqueda por la perfección en el sonido iba acompañada por una cara similar a la de alguien que está oliendo algún feo aroma. No sé por qué cuando intentamos escuchar con atención hacemos caras, como si lográramos captar mejor el sonido. Como última medida del ritual, se orientaba la radio de manera tal que las señales y por lo tanto, las voces, nos lleguen mejor.
“Qué bien se escucha Continental acá. En Uruguay no la engancho nunca”. Comentario repetido de papá cada domingo que visitábamos a Adela y las tías. María Rosa contestaba algo con tono de lamento, que seguro comenzaba con “Pero qué macana, che…” –o alguna frase por el estilo- y luego intentaba esbozar alguna explicación, sin conocimiento, pero con intención de consolar, de por qué Víctor Hugo no llegaba hasta Concepción del Uruguay. La respuesta de Estela era mucho más frontal y provocadora, generalmente esperando mi reacción:  “Y… En ese pueblito, qué podés esperar…”. En ese momento comenzaban las peleas, entre risas, con un representante de cada ciudad nombrando las virtudes de la suya y los defectos de la ciudad vecina, hasta que Adela la retaba a la tía por “pelear al chiquilín”.
Otra de las formas de pedir calma de la abuela era decir “¡Con juicio!”, con buen tono, pero con poca fuerza, para nuestra salvajada infantil. Porque mientras ella intentaba imponerse con sus dos palabras, y las repetía, Martín y yo pasábamos trenzados en unas cataratas de piñas y gritos que enturbiaban la calma que existía en la cotidianeidad de Neyra 180.
Creo, viéndolo de un poco más grande, que el fracaso en el pedido de la abuela, se debió a que nunca entendimos qué quería decir “¡Con juicio!”. Cuando empezamos a entender que lo que nos pedía era que seamos más calmos y sensatos en nuestro comportamiento –y no tenía nada que ver con abogados y martillos de madera como en las películas-, ya habíamos dejado de pelearnos, pero por una cuestión de físico.
En eso, supongo que era mucho más práctica la otra abuela, Angélica, optaba más por una actitud del “ojo por ojo” y en caso de que algún hermano mayor le haga algo a uno menor, ella intentaba devolverle con la misma moneda, a tal punto de que Martín haya tenido que pasar varios minutos debajo de la mesa, refugiándose de las garras de quien estaba cuidándonos hasta la llegada salvadora de mamá. Yo, a un costado, deseaba con ansias que la abuela pudiera devolverle lo que yo no había podido.
Otra de las opciones, mucho más lógica que pedirle juicio a dos insoportables, o de correrlo con una escoba debajo de la mesa, era la solución de la tía Rosa. Que, previo reto enfático pero en voz baja, agarraba la billetera grande que tenía, los anteojos de sol y las llaves (todavía no era tan común el celular), y nos llevaba a la plaza, a que nos cansemos un rato, nos subamos al cohete que en ese momento parecía altísimo y ahora no lo es tanto. O sino nos llevaba al parque Unzué, a patear un rato, mientras ella rememoraba a Marzolini. Al ser sólo dos, le pedíamos que juegue con nosotros, entonces, iba al arco o se paraba de wing derecho y tiraba lindos centros mientras uno de los dos esperaba para el cabezazo y el  otro se mantenía agazapado entre los dos cascotes que formaban el arco. Esto se extendía hasta que encontrábamos una manada de pibes que estuvieran jugando cerca nuestro, y nosotros nos acercábamos, nos parábamos a mirar atrás del arco, hasta que algún alma buena de los que estaba participando desde adentro nos invite a jugar.
Llegaba el aviso de las tías para irnos. Era la hora del mate y las facturas, o el pan dulce si la fecha era próxima al fin de año. Esto venía de la mano con el partido de River, que generalmente jugaba a las 5 de la tarde.
Asique en Gualeguaychú, que ayer cumplió 229 años, vivimos muchas victorias escuchadas por la magia de la radio y, entre otras cosas, el debut y gol de Saviola, hace 14 años, comentado por la abuela.

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