“Gol de River. Un tal Saviola, que no conozco…” le dijo la
abuela –sentada en el patio- a papá, que venía de adentro. En la radio a pilas, seguramente de Estela, se
escuchaba una voz que te capturaba en el relato de un partido de fútbol, y te
llevaba en directo a esa cancha en Jujuy.
Un ruido como a fritura se interponía al relato y, con
precisión de cirujano, la tía buscaba, desplazando el dedo índice sobre una ruedita
de plástico el lugar justo del dial que permitiera la claridad en la voz del
uruguayo que nos contaba lo que pasaba en un rectángulo de pasto, a más de 1000
km de ese patio de Gualeguaychú, que nos tenía al acecho, sentados en sillones
de playa, entre el aljibe y las sombras de un naranjo y un limonero, con pocas
frutas, pero frondoso y con muchos brotes de primavera. Esa búsqueda por la
perfección en el sonido iba acompañada por una cara similar a la de alguien que
está oliendo algún feo aroma. No sé por qué cuando intentamos escuchar con
atención hacemos caras, como si lográramos captar mejor el sonido. Como última
medida del ritual, se orientaba la radio de manera tal que las señales y por lo
tanto, las voces, nos lleguen mejor.
“Qué bien se escucha Continental acá. En Uruguay no la
engancho nunca”. Comentario repetido de papá cada domingo que visitábamos a
Adela y las tías. María Rosa contestaba algo con tono de lamento, que seguro
comenzaba con “Pero qué macana, che…” –o alguna frase por el estilo- y luego
intentaba esbozar alguna explicación, sin conocimiento, pero con intención de
consolar, de por qué Víctor Hugo no llegaba hasta Concepción del Uruguay. La
respuesta de Estela era mucho más frontal y provocadora, generalmente esperando
mi reacción: “Y… En ese pueblito, qué
podés esperar…”. En ese momento comenzaban las peleas, entre risas, con un
representante de cada ciudad nombrando las virtudes de la suya y los defectos
de la ciudad vecina, hasta que Adela la retaba a la tía por “pelear al chiquilín”.
Otra de las formas de pedir calma de la abuela era decir “¡Con
juicio!”, con buen tono, pero con poca fuerza, para nuestra salvajada infantil.
Porque mientras ella intentaba imponerse con sus dos palabras, y las repetía,
Martín y yo pasábamos trenzados en unas cataratas de piñas y gritos que
enturbiaban la calma que existía en la cotidianeidad de Neyra 180.
Creo, viéndolo de un poco más grande, que el fracaso en el
pedido de la abuela, se debió a que nunca entendimos qué quería decir “¡Con juicio!”.
Cuando empezamos a entender que lo que nos pedía era que seamos más calmos y
sensatos en nuestro comportamiento –y no tenía nada que ver con abogados y
martillos de madera como en las películas-, ya habíamos dejado de pelearnos,
pero por una cuestión de físico.
En eso, supongo que era mucho más práctica la otra abuela,
Angélica, optaba más por una actitud del “ojo por ojo” y en caso de que
algún hermano mayor le haga algo a uno menor, ella intentaba devolverle con la
misma moneda, a tal punto de que Martín haya tenido que pasar varios minutos debajo
de la mesa, refugiándose de las garras de quien estaba cuidándonos hasta la
llegada salvadora de mamá. Yo, a un costado, deseaba con ansias que la abuela
pudiera devolverle lo que yo no había podido.
Otra de las opciones, mucho más lógica que pedirle juicio a
dos insoportables, o de correrlo con una escoba debajo de la mesa, era la
solución de la tía Rosa. Que, previo reto enfático pero en voz baja, agarraba
la billetera grande que tenía, los anteojos de sol y las llaves (todavía no era
tan común el celular), y nos llevaba a la plaza, a que nos cansemos un rato,
nos subamos al cohete que en ese momento parecía altísimo y ahora no lo es
tanto. O sino nos llevaba al parque Unzué, a patear un rato, mientras ella
rememoraba a Marzolini. Al ser sólo dos, le pedíamos que juegue con nosotros,
entonces, iba al arco o se paraba de wing derecho y tiraba lindos centros mientras
uno de los dos esperaba para el cabezazo y el
otro se mantenía agazapado entre los dos cascotes que formaban el arco.
Esto se extendía hasta que encontrábamos una manada de pibes que estuvieran
jugando cerca nuestro, y nosotros nos acercábamos, nos parábamos a mirar atrás
del arco, hasta que algún alma buena de los que estaba participando desde
adentro nos invite a jugar.
Llegaba el aviso de las tías para irnos. Era la hora del
mate y las facturas, o el pan dulce si la fecha era próxima al fin de año. Esto
venía de la mano con el partido de River, que generalmente jugaba a las 5 de la
tarde.
Asique en Gualeguaychú, que ayer cumplió 229 años, vivimos
muchas victorias escuchadas por la magia de la radio y, entre otras cosas, el
debut y gol de Saviola, hace 14 años, comentado por la abuela.
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