miércoles, 19 de julio de 2023

Anoche soñé con Messi

(Escrito -y soñado- el 14 de Enero de 2023)

Alrededor todo era verde; canchas de fútbol, muchas y bien marcadas. "Al látex, no a la cal...", me dije para mis adentros. El canchero se había tomado el tiempo de cortar en franjas con distinto sentido para que a lo lejos hiciera un efecto de dos tonos de verde. Estaban bien abovedadas para el natural escurrimiento.

Había terminado el entrenamiento aparentemente, aunque no veía ningún compañero, y yo me dirigí hacia los vestuarios que, por supuesto, el imponente predio también tenía.  A lo lejos miraba dos nenes que corrían en círculo jugando a que el agua de los aspersores no los alcance. Esbocé una sonrisa y agaché la cabeza a tranco lento. "Nunca me gustó caminar rápido", pensé y me acordé de las (pocas) veces que bajando del tren o del subte, suponiendo que iba a un buen ritmo, todos me pasaban sin mayor esfuerzo. "Eso tampoco me gusta de Buenos Aires. Todos a las corridas. Todos llegando tarde a algún lado sin detenerse a ver algún detalle en un balcón, una gárgola o una cúpula a lo lejos".

Un puente arqueado de madera semidura unía la zona de vestuarios con un área de esparcimiento, juegos y los típicos equipamientos para hacer ejercicios en plazas, divididas por un arroyo de cauce escaso pero pintoresco. Un señor de edad avanzada que denotaba haber sido muy deportista desde jóven, hacia abdominales, recostado sobre uno de esos bancos metálicos, trabando los pies en un soporte redondo, también metálico y pintado de amarillo. A los lados de las orillas unas flores amarillas se animaban a crecer entre el césped también prolijamente cortado y mantenido como un campo de golf de los que se ven en la tele.

Una batería de containers blancos bien dispuestos, con indicadores en azul, señalizaban que ese era el sector de vestuarios y sanitarios y los sanitarios. 

Bolso en hombro, entro por un pasillo y giro a la derecha donde marcaba "VESTUARIO MASCULINO". Cuando paso la puerta vaivén, me encuentro con Lionel sentado en el piso, en cuero, short blanco de Argentina del 2021 y soquetes media caña, también blancos, con el logo de Adidas en negro. A los costados de cada pie, unos botines dorados con los cordones flojos. 

Apoyado en la pared, con el cuello un tanto encorvado miraba el celular, absorto y con una mueca pícara, tecleaba cuando notó mi presencia. Inclinó su cabeza hacia mi persona y me saludó con sonrisa. 

Devolví el saludo con total naturalidad y, apoyando mi mano derecha sobre la pared contraria a la que él estaba apoyado, cruce el pie derecho sobre el izquierdo y descansé la punta sobre el piso, dejando caer el bolso al piso, con sutileza, como quien deja la bolsa de la compra del super en la cocina cuando llega a casa. 

Mis Puma King colgaban de los dedos índice y mayor de mi mano izquierda en forma de gancho, el botín zurdo tenia restos de pastos en la costura del borde interno. Hice un movimiento de dedos para que el derecho quede adelante y tapar ante Lio esa muestra de aspereza en el trato de la pelota. 

Dispuesto a charlar como si me encontrara con cualquiera de mis compañeros de equipo del torneo de los sábados, me enteré que estaba de vacaciones y aprovechó para moverse un poquito, y ahora "boludeaba con el celu mientras espero a Anto que me busque" 

Con total confianza y empapado de un coraje que no me caracteriza, me puse a repasar momentos del mundial con el mejor del mundo. Primero, le hice saber la tensión que tuvimos en esos primeros 30 minutos con Croacia, cuando se tocaba el isquio y parecía que no estaba bien. Cómo padecíamos cada vez que estiraba la zurda para puntearla y cómo aplaudimos esa guapeada que terminó en foul y final del PT 

Sonreía tímido. Me animé a preguntarle si le dolía en serio o había sido un acting para despistar y después hacer cosas como sacar a pasear a Gvardiol 50 metros frenando y arrancando. Me respondió "Sí, todavía me molesta un poco", frunció la nariz y se tocó atrás. 

Por último, le conté lo que sufrimos con mis amigos los segundos eternos hasta que pasaron la repetición del NO offside de Lautaro. "El que entiende de fútbol no gritó el gol hasta que vio la repe", deslicé dentro mío. No se me hubiera ocurrido ostentar saber de fútbol delante de Él. Sonrió y me dijo que estaba seguro que valía y por eso lo gritó con alma y vida.

También me propuse quitarle minutos de su tecleo vaya a saber con quién para detallarle mí experiencia en la plaza casi desierta durante la tanda de penales; me miró sorprendido cuando le dije que me encontré a dos, una pareja, allá a lo lejos sentados en el banco de la plaza abajo de un árbol y con una bicicleta playera roja apoyada del lado de atrás del respaldo, que no parecían estar al tanto de la situación. O sí, pero claramente no les importaba.

Se rió cuando le dije que me había metido en una casa ante las distintas oleadas de gritos que sobrevolaban a cuadras de distancias sin entender qué pasaba. Que me crucé el boulevard saltando y gritándole a mi amigo Agustín que me esperaba en cuero del lado de la plaza, con la remera de De Paul colgada en el hombro izquierdo, un vaso de vidrio en el derecho, los ojos grandes y la boca abierta, que le confirme que Tchouameni la había tirado afuera. Los segundos siguientes fueron eternos. Supusimos que habíamos errado y que ellos habían metido. Cruzamos la plaza en diagonal. La pareja seguía sentada como si fuese cualquier día y yo lamentaba que a ellos no les estuviera pasando lo que me pasaba a mí por el cuerpo en ese momento. ¿Qué sentido tiene la vida si ni siquiera el momento en el que podés ser más feliz como país te conmueve? Ya sé, que mañana tenemos que trabajar igual y que la selección no te va a dar de comer y todas esas frases no célebres que dicen los antifútbol y sobre todo los que desprecian el negocio del mismo.


Pero ese día, cuando la señora salió caminando por el pasillo de las casitas bajas que estaban en la otra esquina de la plaza, agitando la bandera argentina con las dos manos, y tras ello se escuchó una oleada de gritos eufóricos que venían de todas direcciones, no supe cómo reaccionar. Se me dio por saltar como festejaban los goles en los videos inéditos que aparecen de la década del 50. Cuando me di vuelta Agustín se tapaba la cara arrodillado en la vereda de adoquines. Un salchicha pasaba por al lado sin entender, como los que estaban sentados en el banco con la playera apoyada atrás. La remera caída y el vaso ya no estaba. Nos abrazamos y corrimos la cuadra de calle de tierra que nos separaba de mi casa a los gritos y a los saltos. Agustín es de Boca, igual que Juan y el Supa que estaban a los gritos en la puerta de casa, también llorando. Con Martín y el Bicho ya habíamos festejado algunos campeonatos de River. Pero ese día sentí que la felicidad era completa porque por primera vez festejé con todos mis amigos. Si hasta la Marga, que sólo mira fútbol en los mundiales y quiere que gane River únicamente para que no estemos de mal humor, iba a estar dando la vuelta en la plaza. Y también Agus, que no sabe ni cuándo juega pero por chicanearme siempre alguna info consigue, a quien incluso una vez logré llevarla a la cancha de River, aunque en secreto, para que no la deshereden. Ella lo planteó como "una demostración de amor" a la que yo respondí que la mía era adaptarme diariamente a sus mates con variada cantidad de yuyos. Aunque los dos sabemos que ella fue la que tuvo la intención de ir ese día. Pero, volviendo al día en cuestión, lo importante es que también ella iba a estar festejando y con la cara pintada de celeste y blanco, y que unos días más tarde, en la tranquilidad de ya sentirnos campeones y con las tres estrellas bordadas, iba a sufrir como si fuera en vivo la repetición del partido en el momento del 2 a 2 de Mbappé.



Para no quedar tan pesado, hice como si estaba apurado y me despedí, no sin antes preguntarle si no le molestaba sacarnos una foto. Me senté en el piso para no molestarlo tanto, dispuesto a mantener apretado el obturador para sacar alrededor de 75 fotos iguales. 

En ese momento, no sé de dónde, apareció Agus y, sin importar ni la foto ni con quien estaba, pasó pegando una cachetada livianita y de revés al celu para molestar, se rió y se puso en cuclillas atrás nuestro para salir también en los consecutivos multidisparos de la cámara. 

Giré la cabeza y con la mirada intenté preguntarle si era consciente de quién estaba al lado y de lo que había hecho, pero no quería perder la oportunidad que se había presentado y volví a concentrarme en la foto. Sonrisa de oreja a oreja y a mirar la cámara de nuevo. 

Cuando salí del vestuario, Agus ya no estaba. Del otro lado del arroyo estaba el profe Cri Elizalde (ahí deduje que no era Atlético ese lugar espectacular), esperándome porque la bicicleta estaba sin candado. Me puteó un rato a lo lejos hasta que llegue a contarle lo que había pasado. No me creía. 

Le dije que vaya a comprobarlo y salió corriendo con técnica de carrera típica de profesor, rodillas levantadas y talones cerca de la cola en cada paso.

A los minutos lo vi salir, desconfiado, con cara de no haberlo encontrado. 

Para que me crea, mientras se acercaba saqué el celular para mostrarle las fotos. La sorpresa fue ver que todas las fotos estaban borrosas y algunas totalmente oscuras. Otras, mal enfocadas a causa del chistecito de Agus. 

Las únicas que habían salido bien eran las que estábamos los tres. Lionel, Agus y yo. Los dos sentados medio despatarrados y ella en cuclillas con la mano derecha apoyada en el hombro de Lio y la izquierda en el mío, sonriendo entre medio de los dos. 

Me desperté enojado. Quería la foto con Messi yo sólo. La miré, me levanté y me fui a desayunar yogur Conaprole con cara de culo y la mirada clavada en la ventana. Minutos después mientras apareció ella de inmejorable humor, deseandome buenos días pasó para la cocina, sin saber lo que me había provocado... Nos cambiamos y bajamos a la playa.




jueves, 30 de marzo de 2023

Memorias de Mundiales

Parte 1: Abandonado en lo de Lucas.

    Las gotas caían haciendo burbujitas cuando golpeaban sobre los charcos que se habían formado con el correr de las horas. Ya estaba listo para ir a lo de Lucas, y miraba esa situación en loop mientras los demás se cambiaban. “Los demás” en ese entonces eran solo tres personas. Papá, mamá y Martin.

    Era divertido ir a lo de Lucas, quedaba cerca del club, tenía un patio enorme, una casa en el árbol y una goma de auto atada desde una soga gruesa que usábamos de hamaca. Aunque a mi me gustaba mas jugar a embocarle al hueco desde distintas distancias; me había comprado mamá unos botines Nike Tiempo negros con la pipa Blanca y unos detalles en flúo. Hermosos. Con esos iba a correr más rápido, pensaba. Pero me quedaban apretados. Y al mes me iban a quedar chicos, tenía razón mamá, pero estaban espectaculares y los quise igual. Los llevaba siempre a lo de Lucas, aunque ese día no entrenáramos, para practicar embocarle al hueco de la goma, y porque “si los usas se estiran” había escuchado decir a algún viejo en Parque. Pero Lucas no le ponía tanto entusiasmo entonces el juego se terminaba cuando los botines me apretaban mucho y me acordaba del viejo de parque y de mamá, o cuando algún pelotazo pasaba cerca del estante de madera que tenía varios bonsais que delicadamente cuidaba y criaba Juan, el papá de Lucas. Me encantaba ir a la casa de Lucas. Pero no ese día. No en esa oportunidad. No esa tarde de lluvia que caía haciendo burbujitas y el Vasco decía que entonces, si pasa eso, “va a llover todo el día”. 

    Llovía y también hacía frío, esa tarde que, faltando algunos días para cumplir ocho años, mis papás me abandonaron en la casa de Lucas y “se fueron a Basavilbaso, o algo así” conté en ese momento, a una supuesta eminencia en ortodoncias para hacerlo atender a mi hermano.

    No se quien se la recomendó, ni en qué momento esa vieja dispuso que esa tarde tenía que dar un turno, ni por qué papá, cuando mamá le dijo que ese 30 de Junio a las 5 de la tarde tenían turno en un pueblo a una hora de acá para que lo vean a Martin, asintió sin chistar. Seguro se había olvidado. Hubiese sido fácil la respuesta: “El auto está en el taller, reprogramamos para otro dia”. Pero no, le pidieron el auto prestado a Luis, que era la pareja de la tía Ana, que era remisero y tenía un Duna color clarito, y después de dejarme abandonado en la casa de Lucas, partieron hacia Basavilbaso. Juan y Nora me saludaron y ya tenían varios juegos armados, pero a mí no me interesaban. Lucas me propuso ponernos a dibujar, tenía un tablón largo en la pieza, y muchos lápices. Acepté con desgano. Además el dibujaba mucho mejor. Las gotas seguían formando burbujitas en su caída, efectivamente, iba a llover todo el día.

    Y como llovía, tampoco podía jugar a embocar en el agujero de la cámara. Pero igual no tenía ganas, ni siquiera había llevado los botines. Los había dejado en casa. Además me apretaban un montón, pero ni loco lo asumía.

    Menos ese día. Que estaba enojado y me dolia un poco la panza. ¿Por qué no podíamos estar en casa como los otros partidos? Si papá nos había enseñado que todos los planes del fin de semana se organizaban en función del horario del partido. ¿No nos había levantado un día a las seis de la mañana para ver a River en Japón? Y nos amargamos con el gol de Del Piero, aunque él se iba a trabajar y yo no entendía muy bien qué pasaba. Y ya sé que no era River, pero era Argentina, y contra Inglaterra, y los otros partidos los habíamos mirado en casa mientras él movía de manera incesante la pierna y rechazaba algunas pelotas que caían en el área y pateaba cuando estaba Bati en el área rival. Si hasta mamá se sentaba a mirarlos. Y además jugaba Ortega, que era mi idolo, pero como no me salia imitar sus frenos, tambien elegia al Mono Burgos. Pero no jugaba. Passarella lo habia elegido a Roa, que segun papa era “medio raro, musulmán o algo de eso, y no come carne”. 

    Me molestaba que no jugara el Mono por ese Raro. Yo quería verlo hacer “la de Dios” y que se levantara mascando chicle y riendose en ese estadio que era en Saint Etienne y el nombre me recordaba a la abuela Queca, que unos meses atrás me había hecho escuchar “La Marsellesa”, advirtiendome de antemano “es el himno mas lindo del mundo”. Casi de forma imperativa; y de la señorita Blanche de francés que nos había enseñado a pronunciar los estadios y las ciudades del mundial, pero los periodistas lo hacían mal.

    Solté los lápices, además no había dibujado nada. Me senté en la cama apoyando la espalda contra la pared y miraba, en un TV 14 pulgadas de carcaza roja que estaba en la punta del tablón, por primera vez, un partido solo. Y digo solo, no por recordar el abandono, sino porque Lucas seguía dibujando ensimismado en alguna historieta; Juan y Nora probablemente dormían en la pieza de al lado.

    Lucas salió por un ratito de su introspección artística porque de entrada nomás el Bati, con algo de suspenso, se la puso contra el palo a Seaman que usaba bigotes y pelo largo, y le había adivinado la intención; lejos de gritar el gol, su observación fue que ·tenía nombre de superhéroe. Había encontrado otro personaje para su historieta. Enseguida nomás Shearer nos empató y Owen, que tenía cara de nene de algunos años más que nosotros, lo dejó pintado a Ayala y puso el 2-1. Quería que el timbre sonara y sean papa, mama y martín viniendo a buscarme para ir a ver el partido a casa y que papa rechazara en el área nuestra y pateara al gol en el área rival. Pero no.

    Orteguita frenaba y arrancaba en Francia, y acá, en Argentina,  llovía con burbujitas. Empatamos con gol de Zanetti y terminó el primer tiempo. Del segundo tiempo no me acuerdo. 

    En un momento Juan se asomó por la puerta y dijo algo de los ingleses, pero creo que no tenía nada que ver con el fútbol; Lucas le mostró su nuevo superhéroe de bigotes y guantes. Mientras yo me escondía debajo de la cama para que el superhéroe, que para mi era villano, no triunfara en los penales. 

    Ese día descubrí que aunque yo lo quería al Mono, tambien podia gustarme Roa, y que no era musulman, sino adventista y vegetariano, por eso le decían Lechuga; y  me entere que, a veces, los dolores de panza son por nervios, que papá agotó la bocina del auto bajo la lluvia que hacía burbujas a la vuelta del viaje a Basavilbaso, y que el tío Luis, aunque tuviera un Duna color clarito, no era remisero, sino psicólogo.

domingo, 30 de enero de 2022

Es domingo

Es domingo. Atrás de unos álamos que vienen perdiendo la pelea por no secarse, el sol se desploma y esconde en el horizonte de pastizales amarillentos y algunos espinillos aislados.
Ahora estoy en Sarandí. También es domingo. Algun domingo del '98. Los álamos son los pinos de la casa de los papás de Juan Eduardo, que tiene ocho como yo, y caza lagartos. El sol se deja entrever unos minutos más entre las copas finas y altas. Subimos al auto los tres. Emi al medio, Martin y yo a las ventanillas como corresponde por ser mayores. La pelota quedó en el baúl, para que no peleemos, dicen. Es re pesada, papá se la compró a un amigo para ayudarlo, creo que dijo. Lo bueno es que no corremos riesgo que se nos vaya por encima de la tranquera porque no la podemos levantar.
Mamá y papá están terminando de despedirse y hablan temas que no entendemos ni nos interesan. Aunque en la radio una señora cantaba que “es Domingo y por lo tanto no hay trabajo”, la chimenea con la camiseta de Croacia sigue humeando y me acuerdo de Davor Suker, que hizo un montón de goles en el mundial de Francia, y es parecido al actor de “La Niñera”.
El portazo de mamá cuando sube al auto con las dificultades que implica el embarazo de los mellis, me descuelga de mi divague. Van a ser un nene y una nena. Papá dice que al varón le quiere poner Demetrio por no sé qué vecino de cuando era chico, y Magdalena, por alguna tía, o algo así. Mamá al principio se enoja y ahora ya se ríe porque sabe que no se van a llamar así. Saludamos con la ventanilla baja. La de Martín. Yo quedé del otro lado. Tito está con el antebrazo izquierdo apoyado en la tranquera, que ahora está abierta porque ya dejamos de jugar, y para que podamos salir. Sonríe y agita la otra mano saludando, le dice algo a papá cargándolo y los dos se ríen. Me gusta verlo sonreír porque muchas veces está serio y parece que habla retándote, el Tito; sobre todo cuando juega al truco y canta falta envido con tres negras.

domingo, 6 de septiembre de 2020

Falta envido, truco y la mamá del Polo

"Murió la mamá del Polo".

La frase atravesó el ambiente como un viento helado poco probable en una noche húmeda de febrero, y el silencio se apoderó de la mesa. Los cuatro que jugaban al truco dejaron la mano en la incertidumbre de una falta envido que Pablo había osado cantar con la confianza de quien tiene treinta y tres de mano, pero tenía apenas veintidós. Y de pie. Sin embargo sus contrincantes dudaban, hasta que llegó esa frase que tiró por el suelo la falta, la mano y la partida en curso.

Por unas milésimas de segundos, que parecieron eternas, nadie dijo una palabra, ni los cuatro jugadores, ni Manuel que estaba sentado en una banqueta alta mirando el celular y de reojo el tanteador del partido para volver a entrar, mirando desde afuera porque habían perdido con el Rata. El disparador de la primicia triste.

El Rata siempre corría detrás de la primicia, o de los chusmeríos, arrebatado, y sabía que era así aunque se enojara cuando lo cargaban sus amigos. Ese arrebato fue el que generó el impacto de la frase, además del contenido, como si la hubiera escupido sin querer.

El primero que atinó a decir algo fue Nacho, que tenía treinta pero estaba a punto de decir que "No, jugá nomás", cuando lo interrumpió la noticia.

"Pobre Susana" dijo. Inmediatamente después se zambulló tres cuartos del vaso de cerveza que ya estaba transpirado por el calor y la humedad de esa noche.

"De paso ya brindaste a su memoria" le contestó con sorna su compañero de truco, el Chueco, mientras miraba cómo bajaba considerablemente el líquido dorado del vaso, hasta quedar apenas unos restos espuma que se iban desvaneciendo en las paredes de vidrio.

Nacho se hizo cargo del comentario, disimuló un eructo y levantó el vaso vacío a modo de saludo al cielo.

"Déjense de boludear, che..." les recriminó Juan, que hacía menos de un minuto estaba sufriendo y comíendose las uñas porque sabía que Pablo había cantado sin nada, mientras bajaba el volumen del parlante mientras Los Redondos contaban las andanzas del Capitán Buscapina.

"¿Quién te avisó, Rata?" preguntaba Pablo, mientras otro consultaba si alguien había hablado en esos días con Polo, que hacía años vivía en Buenos Aires, y ya de novio, no volvía tanto. "Parece que a la mina no le gusta mucho venir acá. Dice que es un pueblo, que la deprime", afirmó Nacho con la seguridad de quien desenfunda una verdad absoluta, pero en realidad no tenía pruebas de lo que acababa de decir. Los demás asintieron, y también se quejaron de que sea así. Se escuchó un "Pollerudo", que enseguida fue reprendido por la gravedad del contexto.

"Estaba jodida hace unos meses ya..." comentó Pablo mezclando las cartas lentamente como para tener las manos ocupadas, mientras fijaba la vista en el porta-vasos de no sabía cuál edificio de qué ciudad de Europa que los padres del Chueco habían traído de recuerdo. El vaso le tapaba el nombre y parte de la foto, y tampoco se interesó en levantarlo para quitarse la duda.

Manuel era el único que no había pronunciado palabra alguna. Solamente miró fijo al Rata cuando lo sorprendió la noticia. Le sostuvo la mirada unos segundos hasta que comprendió la literalidad de la frase. Volvió a perderse en el celular, pero en realidad no prestaba atención a lo que reflejaba la pantalla ni a sus notificaciones, que le avisaban que se estaba quedando sin batería.

Se sumergió en una sumatoria de recuerdos mientras los demás comentaban cosas sobre Polo, su mamá y "cómo estarán Ricardo y los demás".

Manuel había sido siempre el más cercano a Polo, desde chicos. Hipólito, como le decían en su casa cuando lo retaban o le llamaban la atención. Y Susana había estado presente en todas esas etapas. Se conocían desde el preescolar. En primer grado, ellos le habían puesto el apodo que todavía llevaba puesto el que había dado la funesta novedad: el Rata, Lucio hasta ese día, había ido con unas medias a clase que tenía dibujos de ese animal, y a partir de ese momento, hasta ahora, fue siempre el Rata. Se acuerda que Susana los retó, un sábado de mañana, cuando le contaron que tenían un compañero que le decían así, y por qué. No entendieron, si el Rata se había reído, ¿por qué estaba mal? De hecho se hizo tan poco problema que adoptó el apodo como propio, y veinticinco años después, pocas personas saben que se llama Lucio.

Con Polo, además de la escuela, compartían el barrio, y el club. Y ahí también había estado Susana, con sus papás también. Todos los sábados. Frío, calor, a la hora que sea. 

Y estuvo después, a los doce años, cuando pasó lo de su papá. Entonces fue cuando Manuel empezó a frecuentar aún más la casa de Polo; sentía que era el único lugar donde no los miraban con lástima. Manuel odiaba ese sentimiento, aún hoy. Se obligó a no sentir pena ni lástima por nadie.

Quizá por eso es que reprimía tanto sus ganas de llorar, para que no le tengan lástima. Aunque ahora recordando esas cosas le habían dado un poco de ganas. Entonces lo asaltó el recuerdo de la última vez que lloró. Había sido a los catorce o quince años, después de ese partido que perdieron con Belgrano, uno a cero sobre la hora. Pero no sólo eso, cuando volvían caminando a sus casas, con Polo, los pibes de Belgrano pasaron gritándoles y riéndose de ellos. Eran cinco. Polo amagó a correrlos para pelear, pero él lo frenó. Siempre fue más cauteloso, aunque a veces lo tildaran de miedoso.

Cuando llegaron a la casa de Polo, que quedaba de camino a la suya, Susana los vio con bronca y les dijo algo así como que a veces se gana y a veces se pierde, que sonó poco convincente. Pero atrás de eso Polo desembuchó, entre insultos, la verdadera razón del enojo.

"No les den bola. Son unos idiotas". La que había dado ese veredicto no fue Susana, sino Camila, la hermana de su mejor amigo. Apenas escuchó levantó la vista, que mantenía fija en el cordón de la vereda, cabeza gacha, para que no se notara que tenía los ojos vidriosos y un poco de ganas de llorar de la calentura.

Entonces se detuvo en los ojos grandes y oscuros, de quien había sentenciado, por un lado a los del Belgrano con su calificación, y por otro a él. ¡Qué ojos tenía, por Dios!

Ella ya estaba en quinto año, y aunque iban al mismo colegio, las chicas más grandes nunca le prestaban atención a los más chicos. Ni siquiera a los de su edad. Manuel se veía complicado.

Rememorar ese momento preciso, le produjo otra vez la sensación de los ojos vidriosos, por tristeza o por melancolía; se refregó los ojos y parpadeó un par de veces para despabilarse.

El truco, después de hablar un rato de Polo y contar algunas anécdotas graciosas, había vuelto a comenzar.

Mientras pensaba lamentándose que nunca le pudo decir a Susana que estaba perdidamente enamorado de su hija, un grito desmesurado de Pablo lo bajó a tierra. Otra vez estaba mintiendo con la falta envido.

Hizo una mueca de sonrisa con la mitad de la boca, meneó la cabeza y preguntó cuánto iban.


sábado, 5 de septiembre de 2020

TERMINAL

Escribir desde el desvelo es, quizá, una de las situaciones que más me acerca a mí época como estudiante en La Plata. Incluso más que trabajar en AutoCad o cualquier otro programa por el estilo. Ya sea por elección –leer, escuchar a Dolina, o simplemente aprovechar el silencio para dibujar o estudiar mientras la ciudad dormía y ganaba la tranquilidad- o por obligación, era algo recurrente. Cuando era por obligación, y sobre todo contrarreloj porque había que terminar para esa mañana siguiente, la percepción del desvelo era diferente. Se marcaba en distintas etapas o estados que generalmente, aunque pudiera variar el orden, se repetían todas las veces que trasnochábamos. Sí, en primera persona del plural. Y éste es un punto a remarcar porque no es lo mismo pernoctar solo que acompañado. Bajo ningún contexto. Pero menos cuando estás haciendo una entrega para la facultad. El olor a café. Pero no se imaginen el de la publicidad de la tele. No, uno así nomás, sin batir, sin espuma, sin dedicación. Con el único objetivo de mantenernos en situación de alerta. Como si lo hiciera el Cholo Simeone, poco vistoso pero efectivo.

La guitarra, para el que sabía tocar. Y para el que no. De Los Redondos a Pink Floyd, de Pink Floyd a Zeppelin y de Zeppelin a Los Palmeras, sin escalas.
El buen humor, el mal humor, un tercer estado incalificable que se descubre cuando toca trasnochar día por medio, o casi.
La charla normal, las dudas, los cantos a los gritos, las letras de las canciones inventadas, los silencios.
Un soldado que cae, y los otros avanzan. Cambios de guardia. “Cada día que trasnochamos, nos quita un día de vida”, sentenció un amigo en una situación crítica avanzadas las cinco de la mañana, en invierno, deseando que la noche sea eterna porque no llegábamos a las nueve para corregir. Ese día decidimos que cuando termináramos de cursar no trasnocharíamos más por dibujar. Debería escribirles a ver si, al igual que yo, cumplieron su promesa.
El mate infaltable que certifica que el entrerriano es el mejor, por recipiente y por preparación. Pero en ese momento no importa, calabaza, madera, forrado en metal, lata, plástico. Al igual que el café y el Cholo. Lo único importante es el resultado.
Como pasaba en esas noches de desvelo que empezabas planeando y pensando una cosa y terminabas en otra muy distinta, es que el título dice “TERMINAL” y lo que sigue abajo no tiene nada que ver. O en una de esas, sí. Porque también me desvelaba cuando viajaba en el “Directo” a La Plata toda la madrugada.
La palabra en sí no tiene una connotación muy positiva. En ningún ámbito. Además, ¿Por qué se llama TERMINAL si no siempre estamos terminando en ese lugar? A veces todo lo contrario. ¿Estación sería más adecuada?
La nuestra en particular, es fea. Dicen que alguna vez fue la más linda de la provincia. Difícil era imaginarlo un domingo, o ya lunes casi de madrugada. El aspecto de abandono, los mosaicos viejos y gastados, las aberturas de chapa que no cierran, o no abren. Los colectivos que no entran hasta la plataforma porque el techo quedó bajo y, por lo descascarado del cielorraso en la losa, se ve que algún chofer lo comprobó fehacientemente. Un colectivo que llega. “Debe ser ese. Ah no, dice ROSARIO”. Otro que llega, pero de otra empresa. Gente que baja. Gente que sube. Abrazos de despedida, varios. Abrazos de bienvenida, pocos. Una chica despide a su novio, que le dice que ya sube así se puede ir a dormir, que ya es tarde y mañana se levanta a las cinco de la mañana, ella le dice que sí, pero espera lo necesario hasta que el colectivo da marcha atrás y se dispone a salir, para saludarlo, ventanilla mediante, y varios metros también. Él interpreta ese sacrificio de pocas horas de sueño como una demostración de que lo quiere, aunque ya se lo diga, y le aliviana la vuelta. “Avisa cuando llegues…”
En estos tiempos donde abundan los blogs y páginas que dicen interpretar con ridícula seguridad, a qué se refieren algunas letras difíciles de entender de Los Redondos, me pongo en ese rol y afirmo que el Indio seguro estaba en una terminal cuando se le ocurrió que “las despedidas son esos dolores dulces”.
Una vez, a la espera de uno de esos tantos viajes de vuelta a la rutina platense, y percibiendo todo esto, comenté en voz alta qué me parecía triste nuestra terminal. Mi viejo me respondió, pausado y tajante: “Todas las terminales son tristes”. Esa noche viajé pensando en esa afirmación. Con el tiempo me di cuenta que depende si te estas yendo, o si estas llegando, si estas volviendo, o si vas a conocer una nueva. Me gusta como pasatiempo cuando estoy entrando a una, pensar hacia dónde va esa gente que espera, y quién los espera a ellos en otro lado, si así fuese.
La de acá, por desidia o por el paso del tiempo, o por ambas, era triste. Lo era funcionando, no puedo imaginar lo que es en esta situación. Pocos lugares pueden denotar una sensación de soledad más absoluta que una terminal de ómnibus cerrada.
Un tipo sentado en un banco temblequea y mueve las piernas como si fuese jineteando un caballo a galope desenfrenado y se mira en el reflejo del vidrio de esa ventana que no cierra, o no abre. Él no se va a ningún lado. Por eso se llama terminal.

martes, 12 de mayo de 2020

Crónica de un estadio vacío por la cuarentena


ESTADIO SIMÓN LUCIANO PLAZAOLA



Hoy estuve en el Plazaola. Está raro. Dice que no ve a nadie más que al Misio, que lo corta y lo deja prolijo, dice también. Y se queda esperando que el Colo entre con su renguera a cuestas, el hilo, el balde y el rodillo. Pero rezonga que hace rato el Colo no lo pisa para pintarlo, y el Pela tampoco. Está un poco ofendido. No entiende. Es como los perros. Se acostumbran a la rutina. Misio riega, al otro día corta, Colo pinta, pone la sillita, ata las redes, las deja bien tirantes y escuadradas, no como esas del Morumbí de los '90 que parecía que el canchero no tuvo ganas y las ató arriba y lo de abajo lo dejó que caiga, como la cola de un vestido de novia. El arco tiene que estar prolijo. Tirante. Como lo deja el Colo, insiste. Porque recibe lo más lindo del fútbol. El Gol. Pero no viene. Lo espera ansioso, con el aroma irresistible del pasto recién cortado. No sabe qué hace que no viene. Porque a él lo tienen acostumbrado que cuando eso pasa, después se acerca lo que le gusta. Se van encendiendo las luces. Afuera de las líneas de cal, lo siente, se arrima gente, se saludan, alguno pega un grito y otros se dan un abrazo, porque se puede. Se prenden del alambrado y hablan de la cancha como si supieran; los escucha y se ríe. El humo empieza a salir por la chimenea de la parrilla y el olor a choripán perfuma el ambiente.
Percibe arengas provenientes de debajo de la platea. El hormigón genera el rebote y aparentan ser muchos, pero no se entiende lo que hablan. Lo invade una mezcla de nervios y excitación. No logra entender por qué con cientos de partidos encima, todas las veces le pasa lo mismo. Lo piensa siempre a eso, pero no tiene tiempo de ponerse a reflexionar ahora. Ya se vienen. El chirrido de la tapa del túnel corriéndose lo conmueve. Los gritos se escuchan más y más fuerte, los tiene al lado y se transforman en un solo alarido. El ruido del repiqueteo de los tapones lo ensordece y entonces ahora sí. La sensación tan agradable de recibirlos. Nota que algunos dan 3 saltitos con un mismo pie y después corren en velocidad y en zigzag como un perro cuando ve abierta la puerta de calle y se escapa.

Y la pelota rueda…

Pero hoy no, hace más de dos meses que eso no pasa. No siente la caricia de la pelota rodando. Ni el pie deslizando preciso como una Gillette entre el césped y hace que la pelota viaje, pero va inmóvil en el aire. Siempre le gusta ver eso. Como si sabe adónde se dirige. Y no esos revoleos de algunos que la pelota gira y gira en el aire y parece que no va a bajar nunca. Algunos la lastiman. Ya no se acuestan los arqueros, ni besan la pelota atenazada acostados. Ninguno refriega la cara en él, con el ceño fruncido y se revuelca por una patada de atrás. Y por suerte tampoco nadie le pega tan mal que levanta un metro por el aire un pedazo de césped y se lleva de recuerdo tierra y pasto en la comisura de la suela y la punta del botín. Eso es lo único que no extraña, pero todo lo otro sí.

El Plazaola nos extraña y nosotros también.

Nos volveremos a ver.

miércoles, 25 de marzo de 2020

Y al quinto día le escribió...


Quinto día de cuarentena. Podría haber sido el cuarto. O el sexto. Da igual. Ya el encierro lo tenía bastante desorientado.
Aunque lo venía llevando bastante bien. Si fuese un partido de fútbol, cosa por la que se regía su calendario anual y que en este momento lo tenía en blanco porque por la cuarentena, obviamentetampoco había futbol, hubiese dicho que fue un partido de trámite parejo pero controlado, con algunos sofocones en las áreas de la noche, y a veces en las mañanas.
“Esto de la tecnología hace todo un poco más fácil” pensaba, y se reía de sí mismo que encerrado y con esas frases ya estaba hecho todo un jubilado.
Además, la soledad nunca fue algo que le molestara, más bien le gustaba. “Pero me gusta elegirla. Estar solo. No sentirme solo. No es lo mismo”, aclaraba siempre.
La soledad y el frío también le gustan. Pero hoy hace calor, desde temprano supo que iba a ser un día sofocante, y eso también hizo que se levante de manera apesadumbrada, como si tuviese dos o tres frazadas de lana de esas tejidas por no sé cuál de sus familiares de hace algunas generaciones atrás, como las que le encajaban en el campo cuando iban a carnear en pleno invierno.
La noche anterior no había anunciado este calor, pensaba. Incluso aprovechó la brisa fresca que entraba por la ventana para abrir las ventanas. “Ventilación cruzada, para optimizar la circulación de aire” recordaba máximas que le quedaron de la carrera.  Y la brisa, además de ventilar y de permitirle apagar el ventilador y poder disfrutar lo más profundo del silencio sin el traqueteo que producía ese trasto viejo, y seguro chino como el virus, lo tentó a tomar un whisky y otra vez se encontró riéndose de él con el comentario de la tecnología, abriendo ventanas para ventilar la casa y tomando whisky a la noche completamente solo, decididamente era un jubilado.
No sabe bien si el whisky, el silencio o tantos días encerrado sin nada ni nadie más que su propia compañía y la de su perro, lo habían llevado a pensar en varias cosas. Y se fue a dormir con algunas ideas, pensando que al otro día esos pensamientos no estarían. “Esa frase boluda de ‘Mañana será otro día’” piensa chasqueando la lengua y meneando la cabeza mirando el desorden que quedó en la mesita ratona entre el vaso vacío, la botella que casi estaba en la misma condición, el libro de una novela que hacía 9 años había empezado y se había dispuesto a terminar durante el encierro, y ese olor a espiral que todavía permanece en el ambiente y lo invadió ni bien abrió la puerta corrediza que comunicaba con el living-comedor. Porque a pesar de la brisa, los mosquitos no dieron acuse y habían estado bastante molestos. El zumbido ya lo alteraba. Y una vez había leído no sabe en dónde que ese era justamente el objetivo del zumbido: alterar la tranquilidad, que la sangre corra más rápido y sea más eficiente la picadura. Vaya uno a saber, pero sonaba bastante lógico si así fuera, y con él funcionaba a la perfección. Siempre pensaba que era un blanco fácil para ellos. Cuando estaban en reuniones se quejaba porque lo picaban solo a él y los demás seguían como si nada. Los tobillos más que nada. “Es que ustedes no tienen sangre, amargos” contraatacaba cuando los amigos lo molestaban por sus quejas ante las picaduras.  Se dispuso a juntar y dejar todo lo más acomodado posible, dentro de un contexto de soledad y cuarentena que no le exigía un orden muy estricto, porque en todo caso el desorden era suyo, y hay pocas cosas más ordenadas que el propio desorden donde uno encuentra las cosas sin buscarlo. Una vez que según su visión estaba todo alineado dentro de esos parámetros anormales que la situación establecía, puso la pava eléctrica y cuando sonaron los pitidos señalando que el agua había alcanzado la temperatura, pensó qué buen invento para los ansiosos había sido ese; más allá de la pintoresca imagen de la pava calentándose en la hornalla y echando vapor por el pico y algunas silbando, prefería ese timbre agudo de la eléctrica, y sobre todo la velocidad, claro. Ahora está sentado, humedeciendo la yerba y mirando absorto como el agua desaparece instantáneamente adentro del mate, dejando apenas un burbujeo arriba. Toma el primero. Ruido cortito. Ceba el segundo y se queda mirando fijo la canilla de la mesada de la cocina, que se había descalzado del orificio y parecía mirar para abajo, triste, conmovida por el efecto del virus. Pero en realidad no está mirando nada, ni a la canilla ni al perro que da vueltas alrededor de la mesa y pasa acariciándose con sus piernas para llamar su atención. No anduvo. Además de ser una frase pelotuda, no funciona en cuarentena porque todos los días son iguales. Está dándole vuelta las cosas que le quedaron de anoche.
¿Desde cuándo se había hecho el filósofo para ponerse a pensar en todas esas cosas en vez de estar haciendo algo productivo o, directamente, durmiendo?
Pero sigue con eso en la cabeza. El aislamiento y el virus que tiene a todo el mundo encerrado, no lo preocupa demasiado, pero sí lo puso un poco taciturno y nostálgico. Entonces empiezan –o siguen- las preguntas sin respuestas.
“¿Qué nos está dejando todo esto además de enseñarnos cómo lavarnos las manos? ¿Y qué nos va a dejar? ¿Es todo una prueba para ver cuantos pelotudos hay en el mundo que ante la cuarentena salen igual? Hay muchos más de los que pensaba” Esa fue la única respuesta que, hasta ahora, supo contestarse.
Pero además de eso, y ahí es donde se cuestiona su rol de filósofo berreta de Instagram, empezó a fantasear en qué pasa si el virus termina con todo. Si después de tantas premoniciones, de los mayas, de Nostradamus, de los astros… un chino que se comió una sopa con un murciélago termina con todos.
Sabe que no, que no se va a acabar todo. Pero… ¿Y si sí?
¿Si al virus se le canta y lo deja de garpe ahí nomás con todas las cosas que no hizo? Si le cae y le dice “Mirá, por timorato y por cagón, porque aunque soy chino te hablo en argentino, te venís conmigo. Ahora. Así. Con la cama sin tender y con la ropa que tenés puesta nomas. Que de hecho te queda bastante ridículo ese ‘shorcito’ de futbol turquesa y esa remera toda descuajeringada. Lavate los dientes y vamos. Las manos deja nomás, ni te calentés”
Entonces, aun sabiendo que no va a pasar eso. Que el virus no va a venir, que no va a ser La Parca y menos hablándole en argentino, se comenzó a preguntar, ¿qué pasa si pasa?
Y pausa el mate, deja tranquila a la canilla deprimida, desatiende la radio que hablan con no sé qué periodista de España que les cuenta cómo viven allá la crisis, va al baño y se mira al espejo, y además de verse en short y remera, con barba desprolija de varios días y despeinado, total qué importa, si estamos en cuarentena, piensa si está conforme si se tiene que ir ahora. Si está conforme con lo que ha hecho hasta esa mañana.
¿Es la persona que hubiera querido ser si se mirara con perspectiva? ¿Se cagó de risa lo necesario o hasta más? ¿Se emborrachó lo suficiente con sus amigos? ¿Vivió lo que quería dentro de lo que podía? ¿Gastó el tiempo donde y con quien quiso estar? ¿Se la jugó alguna vez por una persona que quería y amó lo suficiente a alguien como para no irse sin experimentar realmente ese sentimiento o se iba a ir para el otro lado sin saber lo que era?
Y ahí está lo que le hace ruido. Es un todo. Pero eso último es lo que desde anoche le está retumbando en la cabeza como la pelota contra el tapial del vecino antes que lo retara el padre porque se aflojaba el revoque. Eso de amar. O no sé si de amar que le suena tan fuerte. Pongámosle querer. O de jugársela por alguien. ¿Lo hizo? ¿O Su rol de tipo parco y poco demostrativo no se lo había permitido o tuvo –y tiene- miedo al qué dirán y a que lo dejen pagando? ¿O las dos?
Y además de hacerle ruido, y de retumbar como la pelota en el tapial del vecino y de plantearse si se la había jugado y había amado, le hace recordar esa noche. Y se lo hizo recordar a la noche solo con el whisky, y se lo sigue recordando a la mañana solo con el mate, con el perro franeleándose en las piernas, mirando sin mirar la canilla deprimida de la mesada de la cocina, y mirándose al espejo.
Esa noche sí hacía frio. Hacía frío y llovía, se acuerda. Mucho llovía. Esas lluvias que hacen burbujita cuando caen y dicen que supone que va para largo. Y a él le gusta la soledad, y le gusta el frío y la lluvia también. Bicho raro…
Pero esa noche llovía y no estaba solo. Y se dio cuenta que le gustaba no estar solo. Y hablaba. Y eso no le gusta tanto. O no le sale, más bien. Pero ahora habla, por estrategia, por nervios, por desesperación o porque tiene un par de birras de más. Habla. Y afuera llueve. “Como si fuera la última vez”, pensaba que era otra frase medio pelotuda, pero si era la última vez que lo agarre ahí, en esa casa y con ella. Que sea ahí que se caiga el mundo si quería. Que por el ruido constante y ensordecedor que provocaban las gotas en el techo de chapa parecía no estar muy lejos de pasar. Y a él, el tipo parco y poco demostrativo, y que le gustaba la soledad y dormir solo, lo hubiesen encontrado embobado hasta los huesos con alguien que había visto apenas una vez.
Y hablaba, por todas esas cosas, hablaba y veía que le sostenía la mirada y se agarraba de eso para mantener la mínima esperanza de que lo que le decía le importaba, o que él le importaba, y que no se aburría y quería que ese pesado se vaya de su casa. O que afloje la lluvia un poco para que ese pesado se vaya de su casa.
Y entonces pasó lo que ni siquiera en la más empalagosa novela romántica alguien se atrevería a escribir porque denotaría falta de imaginación en el escritor para salir del paso de una situación con algo exageradamente poco probable.
Y lo que pasó fue que se cortó la luz. Pero no solo en la casa. La casa, la cuadra, el barrio, y probablemente toda la ciudad se encontraban a oscuras y bajo un “diluvio universal”, que no tenía ni idea cómo había sido, pero si lo tuviera que imaginar, lo imaginaría bastante parecido al de aquel día.
Y a aquella señal divina, para él que no creía en Dios, se sumaron las de ella. Que no solo que se quedó sin excusas para echarlo, sino que lo agarró fuerte de la mano y no lo soltaba. Y él pensaba que nunca tuvo tantas ganas de que alguien tenga miedo como ella ese día, si eso significaba que no le soltara la mano y que, además de eso, se anime a darle un beso. Y ya no le importó la tormenta, ni el ruido de la caída de las gotas en el techo de chapa, ni el sonido de los autos que al pasar salpicaban agua para ambos lados casi convertidos en lanchas. Todo se detuvo. Solo deseaba que no volviera la luz.
Después de eso, únicamente se acuerda que se durmieron; cree que ni la abrazó y al otro día, ya con luz, natural y artificial, se arrepintió bastante de no haberlo hecho.
A media mañana se saludaron como dos desconocidos y él se fue a su casa, imaginando cómo sería tomar mates con ella, un domingo a la mañana, ya sin tanta lluvia, los dos en la cama; y sin sospechar que, casi un año después, tomando mate solo mirando la canilla de la mesada de la cocina, todavía fantasearía con lo mismo.
Y entonces, él que le gusta la soledad, el frío, dormir solo, parco y poco demostrativo, sin querer se estaba respondiendo a las últimas preguntas. Y le escribió, porque, si la parca lo quería llevar, que lo lleve así en short de futbol, remera descuajeringada, barba desprolija y despeinado, pero no sin haberle dicho lo que tenía para decirle.

domingo, 22 de marzo de 2020

CUARENTENA TOTAL [Día 3] Juegos que vendrían bien para este momento...


|HOY|
***SCALEXTRIC***

Fin de semana. Lluvia. La habitación en su debido desorden. Varios años atrás. Probablemente telonero de la siesta, la atrapante voz de Apo, contando algún cuento de Fontanarrosa o el gordo Soriano, o hablando con algún jugador de los '60 comentando hazañas que lejos estaban de interesarnos. Todo eso si era sábado. Sino, si era domingo, Eladia Blazquez avisando que era Domingo y por lo tanto no hay trabajo en la apertura del "gran domingo de Continental", con el Turco Wehbe empezando la transmisión dando la formación de cada equipo con la característica inusual de anteponer al jugador nombrado, el dorsal y su ciudad natal "con la número 11, de Villa Constitución, provincia de Santa Fe, Sergio Ángel Berti" marcando con una mínima pausa cada palabra y haciendo mucho énfasis el segundo nombre. Y por ahí algún revoleo de cabeza al escuchar, al pasar que se nombre, aunque sea, alguna ciudad de Entre Ríos.
Pero nuestra atención, la de Martin y la mía, estaba totalmente enfocada en esas piezas con rieles rectos, circulares, o cruzados, que conformaban la pista uniéndose en cada extremo con otra pieza a través de unas conexiones metálicas dobles 'macho y hembra', que mucho después entendería la lógica.
Se ponía en juego toda la imaginación para el diseño de la pista que más tarde sería motivo de pelea.
Martín, como hermano más grande y futuro ingeniero tenía generalmente la última palabra -y la primera y todas las del medio también- a la hora del diseño, curvas, contracurvas y ubicaciones de los puentes de la pista.
La parte más difícil, y por ende la más interesante, antes de jugar, era el acondicionamiento de los autos.
Eran dos, uno rojo y uno amarillo, y la puesta a punto de estos constaba en verificar que la escobilla metálica que corría entremedio de los rieles, tenga la medida justo y no esté con los pelos abiertos. En ese caso había que trenzarlos y probar si se generaba el contacto necesario para que el autito avance al presionar el control. Si esto no sucedía había que cambiar la escobilla, esta parte de mecánica había sido ya explicada por el ingeniero en boxes, el Vasco. Entonces procedíamos a abrir la caja de herramientas, buscar un destornillador y realizar el cambio. Eso fue, hasta el día de hoy, lo más cercano al conocimiento de un auto que he estado. O sea conocimiento nulo.
Todo listo. Había que fijar a cuántas vueltas era la carrera y, aunque parezca una nimiedad, saber cuánto presionar para que el auto no despiste. Si apretabas mucho el mando en cualquier curva o los cruces en X el auto saldría despedido y la derrota sería inevitable. Esas eran complicadas.... las cruces en X para cambiarse de carril. Pero tampoco se podía soltar mucho para que el otro no se te escape. Era un verdadero arte del manejo de la ansiedad. Todo terminaba, con la correspondiente burla del ganador, insultos del perdedor, golpes y gritos de ambos, y el revoleo de alguna pieza de la pista que había sido finamente diagramada, ya no importaba, las condiciones no estaban dadas para la reanudación de la carrera. Como resultado de todo el show vendrían los retos de parte de las autoridades, incrementándose cuando vieran que en el apuro por empezar la carrera habíamos dejado la caja de herramientas abierta y todo desparramado alrededor.
Hoy no llueve pero estamos en aislamiento y qué oportuno sería tener un Scalextric para armar; al menos ahora con conocimiento de arquitectura, le pelearía un poco en el diseño de la pista. Lo más difícil seguramente sea controlar la ansiedad y que el autito amarillo, o el rojo, el que tocara, salga despedido y arrastre de costado hasta pegar en el zócalo cerámico.


jueves, 25 de abril de 2019

El tren del domingo

(Texto creado en base a fragmentos -resaltados en negrita- de distintas poesías de Anahí Lazzaroni y Julio Leite)

Deambulo en éstas líneas mientras analizo las caras de las personas que pasean por el andén; caras olvidables por cierto. De las que podes volver a cruzarte en un par de horas y no recordar que las viste ese mismo día.
Suavizo la espera jugando a descifrar en qué estación se bajarán, hacia dónde irán...¿Habrá un padre aguardando contento verlos aparecer agarrándose de la baranda para bajar los escalones del tren? ¿Un hijo atento al tintineo de las llaves y el ruido del picaporte deseando que aparezcan atrás de esa puerta? ¿Un amante ansioso mirando el teléfono a la espera de un mensaje: "Llegué"?
¿O será que todos están viajando hacia sus propios miedos?
Afuera, señorea la indiferencia, el cielo lleno de nubes impide hundirse en el taciturno y nostálgico atardecer del domingo.
En el vagón de luz parpadeante se entremezclan rostros, realidades, enojo, indiferencia, alegría o el olvido mismo.
Iluminados profesionales y humildes obreros se  cruzan en este furgón donde nada está escrito y los conocimientos son inútiles. Todos somos iguales.
El tren traquetea atravesando ciudades en decadencia, acá arriba algunos leen y otros están sumergidos en la indescifrable música que se reproduce a través de sus auriculares, un chiquito de ojos achinados, con la campera grande y desteñida, tararea canciones alegres que nadie pudo cantar ni cantará jamás, una señora tapada de bolsos hechos con hilos de plásticos a cuadrillé no hace otra cosa que mirar el aleteo de una mosca sin que el paso del tiempo importe demasiado. Entretanto interrumpe una música secreta tocada por un inquieto viajero que vaga entre ciudades y trenes sin más compañía que la guitarra, la mochila y algún perro callejero que se suma a su paso.
Llegando a destino bajo el grito constante de los pájaros nocturnos, observo, contemplador de la noche y sus virtudes, la estación y sus tristes habitantes del vacío y el miedo.
Los locos ya no dibujan árboles en el vidrio empañado que da a la avenida, desolados balbucean y se hamacan hacia atrás y adelante sentados en un banco de metal frío y sin respaldo; y es en ese pesaroso momento cuando me doy cuenta que en la ciudad también está el desierto.

miércoles, 17 de abril de 2019

"Creo en esas tardes que viví jugando a la pelota..."


El barrio. La pelota. La pelopincho en el piso de cemento sin baldosas. “¡No vale atajar con las manos!”. El timbre a la hora de la siesta que hacia putear a nuestros viejos. Los buzos y cascotes que conformaban los arcos. Las motos y los autos que hacían de árbitros sin silbato. Nosotros mirándolos de mala manera al pasar y provocando tirando un pelotazo al que había quedado del otro lado de la vereda por encima del auto. Éramos los dueños de la calle. “Vamos a tu calle que pasan menos autos”. La Chacabuco era Castrilli; la Pablo Lorentz era Lamolina. Siga, siga. Y el Santa Teresita era nuestro. Si la convocatoria era más amplia, a la cancha del colegio Don Bosco. Nuestro estadio; el que nos vio salir campeones de un torneo interbarrial, por penales a los chicos del barrio América. Profetas en nuestra tierra nos fuimos corridos por los cascotes (y nosotros que los usábamos para armar arcos…). Pero teníamos el orgullo, y el trofeo.

En cambio, si éramos pocos, la juntada era en la esquina de lo de Esther. “Gol entra” o “Veinticinco” … “¡Palo salva y no vale a fundir!”. Anécdotas. Risas. Discusiones y enojos. La pelota a la casa del vecino, ¿y quién la busca? Ese pelotazo cruzado, rastrero, golazo contra el palo que recorrió toda la calle y terminó haciendo caer un hombre en moto que pasaba por la esquina. Partido suspendido por falta de garantías, y de jugadores. Cada uno corrió para su casa, o para donde cuadrara. Secreto que implícitamente juramos mantener todos los que estábamos presentes, y se está rompiendo en este momento. Nunca supimos que pasó con el tipo, ni con la moto, ni con lo más importante; la única imprescindible, por la que se había formado el grupo, por la que éramos dueños del barrio y nos habíamos apropiado de esas dos calles: la pelota.

Dicen que el barrio, como tal, como lo recordamos en nuestra infancia, deja de existir cuando alguno de los integrantes se va. Eso no pasó. Todos fuimos creciendo y aparentemente nos daba un poco de vergüenza seguir jugando en la calle. O nos daba vergüenza que las chicas pasaran y nos vieran jugando a la pelota en la calle. Comenzaron las salidas con otros amigos y de a poco se fue apagando.
Creo, en realidad, que ese día que la dejamos, que nos desentendimos y cada uno salió corriendo a su casa sin siquiera pensar en buscarla, ella fue la que comenzó a abandonarnos.

Hoy que el barrio ya no es nuestro, que los partidos pasan por otro lado y el día a día se lleva adelante con más garra que buen juego, que ya no frecuentamos nuestro estadio de tierra y nos subimos al de cemento a pelearla, desearíamos poder volver a esos picados, sin off side y sin VAR, a tirar paredes con esos amigos, y a definir cruzado, rastrero, golazo. Sin nadie que pase en moto por la esquina y que la pelota se quede con nosotros. Que la vamos a cuidar, te lo prometo.