jueves, 25 de abril de 2019

El tren del domingo

(Texto creado en base a fragmentos -resaltados en negrita- de distintas poesías de Anahí Lazzaroni y Julio Leite)

Deambulo en éstas líneas mientras analizo las caras de las personas que pasean por el andén; caras olvidables por cierto. De las que podes volver a cruzarte en un par de horas y no recordar que las viste ese mismo día.
Suavizo la espera jugando a descifrar en qué estación se bajarán, hacia dónde irán...¿Habrá un padre aguardando contento verlos aparecer agarrándose de la baranda para bajar los escalones del tren? ¿Un hijo atento al tintineo de las llaves y el ruido del picaporte deseando que aparezcan atrás de esa puerta? ¿Un amante ansioso mirando el teléfono a la espera de un mensaje: "Llegué"?
¿O será que todos están viajando hacia sus propios miedos?
Afuera, señorea la indiferencia, el cielo lleno de nubes impide hundirse en el taciturno y nostálgico atardecer del domingo.
En el vagón de luz parpadeante se entremezclan rostros, realidades, enojo, indiferencia, alegría o el olvido mismo.
Iluminados profesionales y humildes obreros se  cruzan en este furgón donde nada está escrito y los conocimientos son inútiles. Todos somos iguales.
El tren traquetea atravesando ciudades en decadencia, acá arriba algunos leen y otros están sumergidos en la indescifrable música que se reproduce a través de sus auriculares, un chiquito de ojos achinados, con la campera grande y desteñida, tararea canciones alegres que nadie pudo cantar ni cantará jamás, una señora tapada de bolsos hechos con hilos de plásticos a cuadrillé no hace otra cosa que mirar el aleteo de una mosca sin que el paso del tiempo importe demasiado. Entretanto interrumpe una música secreta tocada por un inquieto viajero que vaga entre ciudades y trenes sin más compañía que la guitarra, la mochila y algún perro callejero que se suma a su paso.
Llegando a destino bajo el grito constante de los pájaros nocturnos, observo, contemplador de la noche y sus virtudes, la estación y sus tristes habitantes del vacío y el miedo.
Los locos ya no dibujan árboles en el vidrio empañado que da a la avenida, desolados balbucean y se hamacan hacia atrás y adelante sentados en un banco de metal frío y sin respaldo; y es en ese pesaroso momento cuando me doy cuenta que en la ciudad también está el desierto.

miércoles, 17 de abril de 2019

"Creo en esas tardes que viví jugando a la pelota..."


El barrio. La pelota. La pelopincho en el piso de cemento sin baldosas. “¡No vale atajar con las manos!”. El timbre a la hora de la siesta que hacia putear a nuestros viejos. Los buzos y cascotes que conformaban los arcos. Las motos y los autos que hacían de árbitros sin silbato. Nosotros mirándolos de mala manera al pasar y provocando tirando un pelotazo al que había quedado del otro lado de la vereda por encima del auto. Éramos los dueños de la calle. “Vamos a tu calle que pasan menos autos”. La Chacabuco era Castrilli; la Pablo Lorentz era Lamolina. Siga, siga. Y el Santa Teresita era nuestro. Si la convocatoria era más amplia, a la cancha del colegio Don Bosco. Nuestro estadio; el que nos vio salir campeones de un torneo interbarrial, por penales a los chicos del barrio América. Profetas en nuestra tierra nos fuimos corridos por los cascotes (y nosotros que los usábamos para armar arcos…). Pero teníamos el orgullo, y el trofeo.

En cambio, si éramos pocos, la juntada era en la esquina de lo de Esther. “Gol entra” o “Veinticinco” … “¡Palo salva y no vale a fundir!”. Anécdotas. Risas. Discusiones y enojos. La pelota a la casa del vecino, ¿y quién la busca? Ese pelotazo cruzado, rastrero, golazo contra el palo que recorrió toda la calle y terminó haciendo caer un hombre en moto que pasaba por la esquina. Partido suspendido por falta de garantías, y de jugadores. Cada uno corrió para su casa, o para donde cuadrara. Secreto que implícitamente juramos mantener todos los que estábamos presentes, y se está rompiendo en este momento. Nunca supimos que pasó con el tipo, ni con la moto, ni con lo más importante; la única imprescindible, por la que se había formado el grupo, por la que éramos dueños del barrio y nos habíamos apropiado de esas dos calles: la pelota.

Dicen que el barrio, como tal, como lo recordamos en nuestra infancia, deja de existir cuando alguno de los integrantes se va. Eso no pasó. Todos fuimos creciendo y aparentemente nos daba un poco de vergüenza seguir jugando en la calle. O nos daba vergüenza que las chicas pasaran y nos vieran jugando a la pelota en la calle. Comenzaron las salidas con otros amigos y de a poco se fue apagando.
Creo, en realidad, que ese día que la dejamos, que nos desentendimos y cada uno salió corriendo a su casa sin siquiera pensar en buscarla, ella fue la que comenzó a abandonarnos.

Hoy que el barrio ya no es nuestro, que los partidos pasan por otro lado y el día a día se lleva adelante con más garra que buen juego, que ya no frecuentamos nuestro estadio de tierra y nos subimos al de cemento a pelearla, desearíamos poder volver a esos picados, sin off side y sin VAR, a tirar paredes con esos amigos, y a definir cruzado, rastrero, golazo. Sin nadie que pase en moto por la esquina y que la pelota se quede con nosotros. Que la vamos a cuidar, te lo prometo.