domingo, 6 de septiembre de 2020

Falta envido, truco y la mamá del Polo

"Murió la mamá del Polo".

La frase atravesó el ambiente como un viento helado poco probable en una noche húmeda de febrero, y el silencio se apoderó de la mesa. Los cuatro que jugaban al truco dejaron la mano en la incertidumbre de una falta envido que Pablo había osado cantar con la confianza de quien tiene treinta y tres de mano, pero tenía apenas veintidós. Y de pie. Sin embargo sus contrincantes dudaban, hasta que llegó esa frase que tiró por el suelo la falta, la mano y la partida en curso.

Por unas milésimas de segundos, que parecieron eternas, nadie dijo una palabra, ni los cuatro jugadores, ni Manuel que estaba sentado en una banqueta alta mirando el celular y de reojo el tanteador del partido para volver a entrar, mirando desde afuera porque habían perdido con el Rata. El disparador de la primicia triste.

El Rata siempre corría detrás de la primicia, o de los chusmeríos, arrebatado, y sabía que era así aunque se enojara cuando lo cargaban sus amigos. Ese arrebato fue el que generó el impacto de la frase, además del contenido, como si la hubiera escupido sin querer.

El primero que atinó a decir algo fue Nacho, que tenía treinta pero estaba a punto de decir que "No, jugá nomás", cuando lo interrumpió la noticia.

"Pobre Susana" dijo. Inmediatamente después se zambulló tres cuartos del vaso de cerveza que ya estaba transpirado por el calor y la humedad de esa noche.

"De paso ya brindaste a su memoria" le contestó con sorna su compañero de truco, el Chueco, mientras miraba cómo bajaba considerablemente el líquido dorado del vaso, hasta quedar apenas unos restos espuma que se iban desvaneciendo en las paredes de vidrio.

Nacho se hizo cargo del comentario, disimuló un eructo y levantó el vaso vacío a modo de saludo al cielo.

"Déjense de boludear, che..." les recriminó Juan, que hacía menos de un minuto estaba sufriendo y comíendose las uñas porque sabía que Pablo había cantado sin nada, mientras bajaba el volumen del parlante mientras Los Redondos contaban las andanzas del Capitán Buscapina.

"¿Quién te avisó, Rata?" preguntaba Pablo, mientras otro consultaba si alguien había hablado en esos días con Polo, que hacía años vivía en Buenos Aires, y ya de novio, no volvía tanto. "Parece que a la mina no le gusta mucho venir acá. Dice que es un pueblo, que la deprime", afirmó Nacho con la seguridad de quien desenfunda una verdad absoluta, pero en realidad no tenía pruebas de lo que acababa de decir. Los demás asintieron, y también se quejaron de que sea así. Se escuchó un "Pollerudo", que enseguida fue reprendido por la gravedad del contexto.

"Estaba jodida hace unos meses ya..." comentó Pablo mezclando las cartas lentamente como para tener las manos ocupadas, mientras fijaba la vista en el porta-vasos de no sabía cuál edificio de qué ciudad de Europa que los padres del Chueco habían traído de recuerdo. El vaso le tapaba el nombre y parte de la foto, y tampoco se interesó en levantarlo para quitarse la duda.

Manuel era el único que no había pronunciado palabra alguna. Solamente miró fijo al Rata cuando lo sorprendió la noticia. Le sostuvo la mirada unos segundos hasta que comprendió la literalidad de la frase. Volvió a perderse en el celular, pero en realidad no prestaba atención a lo que reflejaba la pantalla ni a sus notificaciones, que le avisaban que se estaba quedando sin batería.

Se sumergió en una sumatoria de recuerdos mientras los demás comentaban cosas sobre Polo, su mamá y "cómo estarán Ricardo y los demás".

Manuel había sido siempre el más cercano a Polo, desde chicos. Hipólito, como le decían en su casa cuando lo retaban o le llamaban la atención. Y Susana había estado presente en todas esas etapas. Se conocían desde el preescolar. En primer grado, ellos le habían puesto el apodo que todavía llevaba puesto el que había dado la funesta novedad: el Rata, Lucio hasta ese día, había ido con unas medias a clase que tenía dibujos de ese animal, y a partir de ese momento, hasta ahora, fue siempre el Rata. Se acuerda que Susana los retó, un sábado de mañana, cuando le contaron que tenían un compañero que le decían así, y por qué. No entendieron, si el Rata se había reído, ¿por qué estaba mal? De hecho se hizo tan poco problema que adoptó el apodo como propio, y veinticinco años después, pocas personas saben que se llama Lucio.

Con Polo, además de la escuela, compartían el barrio, y el club. Y ahí también había estado Susana, con sus papás también. Todos los sábados. Frío, calor, a la hora que sea. 

Y estuvo después, a los doce años, cuando pasó lo de su papá. Entonces fue cuando Manuel empezó a frecuentar aún más la casa de Polo; sentía que era el único lugar donde no los miraban con lástima. Manuel odiaba ese sentimiento, aún hoy. Se obligó a no sentir pena ni lástima por nadie.

Quizá por eso es que reprimía tanto sus ganas de llorar, para que no le tengan lástima. Aunque ahora recordando esas cosas le habían dado un poco de ganas. Entonces lo asaltó el recuerdo de la última vez que lloró. Había sido a los catorce o quince años, después de ese partido que perdieron con Belgrano, uno a cero sobre la hora. Pero no sólo eso, cuando volvían caminando a sus casas, con Polo, los pibes de Belgrano pasaron gritándoles y riéndose de ellos. Eran cinco. Polo amagó a correrlos para pelear, pero él lo frenó. Siempre fue más cauteloso, aunque a veces lo tildaran de miedoso.

Cuando llegaron a la casa de Polo, que quedaba de camino a la suya, Susana los vio con bronca y les dijo algo así como que a veces se gana y a veces se pierde, que sonó poco convincente. Pero atrás de eso Polo desembuchó, entre insultos, la verdadera razón del enojo.

"No les den bola. Son unos idiotas". La que había dado ese veredicto no fue Susana, sino Camila, la hermana de su mejor amigo. Apenas escuchó levantó la vista, que mantenía fija en el cordón de la vereda, cabeza gacha, para que no se notara que tenía los ojos vidriosos y un poco de ganas de llorar de la calentura.

Entonces se detuvo en los ojos grandes y oscuros, de quien había sentenciado, por un lado a los del Belgrano con su calificación, y por otro a él. ¡Qué ojos tenía, por Dios!

Ella ya estaba en quinto año, y aunque iban al mismo colegio, las chicas más grandes nunca le prestaban atención a los más chicos. Ni siquiera a los de su edad. Manuel se veía complicado.

Rememorar ese momento preciso, le produjo otra vez la sensación de los ojos vidriosos, por tristeza o por melancolía; se refregó los ojos y parpadeó un par de veces para despabilarse.

El truco, después de hablar un rato de Polo y contar algunas anécdotas graciosas, había vuelto a comenzar.

Mientras pensaba lamentándose que nunca le pudo decir a Susana que estaba perdidamente enamorado de su hija, un grito desmesurado de Pablo lo bajó a tierra. Otra vez estaba mintiendo con la falta envido.

Hizo una mueca de sonrisa con la mitad de la boca, meneó la cabeza y preguntó cuánto iban.


sábado, 5 de septiembre de 2020

TERMINAL

Escribir desde el desvelo es, quizá, una de las situaciones que más me acerca a mí época como estudiante en La Plata. Incluso más que trabajar en AutoCad o cualquier otro programa por el estilo. Ya sea por elección –leer, escuchar a Dolina, o simplemente aprovechar el silencio para dibujar o estudiar mientras la ciudad dormía y ganaba la tranquilidad- o por obligación, era algo recurrente. Cuando era por obligación, y sobre todo contrarreloj porque había que terminar para esa mañana siguiente, la percepción del desvelo era diferente. Se marcaba en distintas etapas o estados que generalmente, aunque pudiera variar el orden, se repetían todas las veces que trasnochábamos. Sí, en primera persona del plural. Y éste es un punto a remarcar porque no es lo mismo pernoctar solo que acompañado. Bajo ningún contexto. Pero menos cuando estás haciendo una entrega para la facultad. El olor a café. Pero no se imaginen el de la publicidad de la tele. No, uno así nomás, sin batir, sin espuma, sin dedicación. Con el único objetivo de mantenernos en situación de alerta. Como si lo hiciera el Cholo Simeone, poco vistoso pero efectivo.

La guitarra, para el que sabía tocar. Y para el que no. De Los Redondos a Pink Floyd, de Pink Floyd a Zeppelin y de Zeppelin a Los Palmeras, sin escalas.
El buen humor, el mal humor, un tercer estado incalificable que se descubre cuando toca trasnochar día por medio, o casi.
La charla normal, las dudas, los cantos a los gritos, las letras de las canciones inventadas, los silencios.
Un soldado que cae, y los otros avanzan. Cambios de guardia. “Cada día que trasnochamos, nos quita un día de vida”, sentenció un amigo en una situación crítica avanzadas las cinco de la mañana, en invierno, deseando que la noche sea eterna porque no llegábamos a las nueve para corregir. Ese día decidimos que cuando termináramos de cursar no trasnocharíamos más por dibujar. Debería escribirles a ver si, al igual que yo, cumplieron su promesa.
El mate infaltable que certifica que el entrerriano es el mejor, por recipiente y por preparación. Pero en ese momento no importa, calabaza, madera, forrado en metal, lata, plástico. Al igual que el café y el Cholo. Lo único importante es el resultado.
Como pasaba en esas noches de desvelo que empezabas planeando y pensando una cosa y terminabas en otra muy distinta, es que el título dice “TERMINAL” y lo que sigue abajo no tiene nada que ver. O en una de esas, sí. Porque también me desvelaba cuando viajaba en el “Directo” a La Plata toda la madrugada.
La palabra en sí no tiene una connotación muy positiva. En ningún ámbito. Además, ¿Por qué se llama TERMINAL si no siempre estamos terminando en ese lugar? A veces todo lo contrario. ¿Estación sería más adecuada?
La nuestra en particular, es fea. Dicen que alguna vez fue la más linda de la provincia. Difícil era imaginarlo un domingo, o ya lunes casi de madrugada. El aspecto de abandono, los mosaicos viejos y gastados, las aberturas de chapa que no cierran, o no abren. Los colectivos que no entran hasta la plataforma porque el techo quedó bajo y, por lo descascarado del cielorraso en la losa, se ve que algún chofer lo comprobó fehacientemente. Un colectivo que llega. “Debe ser ese. Ah no, dice ROSARIO”. Otro que llega, pero de otra empresa. Gente que baja. Gente que sube. Abrazos de despedida, varios. Abrazos de bienvenida, pocos. Una chica despide a su novio, que le dice que ya sube así se puede ir a dormir, que ya es tarde y mañana se levanta a las cinco de la mañana, ella le dice que sí, pero espera lo necesario hasta que el colectivo da marcha atrás y se dispone a salir, para saludarlo, ventanilla mediante, y varios metros también. Él interpreta ese sacrificio de pocas horas de sueño como una demostración de que lo quiere, aunque ya se lo diga, y le aliviana la vuelta. “Avisa cuando llegues…”
En estos tiempos donde abundan los blogs y páginas que dicen interpretar con ridícula seguridad, a qué se refieren algunas letras difíciles de entender de Los Redondos, me pongo en ese rol y afirmo que el Indio seguro estaba en una terminal cuando se le ocurrió que “las despedidas son esos dolores dulces”.
Una vez, a la espera de uno de esos tantos viajes de vuelta a la rutina platense, y percibiendo todo esto, comenté en voz alta qué me parecía triste nuestra terminal. Mi viejo me respondió, pausado y tajante: “Todas las terminales son tristes”. Esa noche viajé pensando en esa afirmación. Con el tiempo me di cuenta que depende si te estas yendo, o si estas llegando, si estas volviendo, o si vas a conocer una nueva. Me gusta como pasatiempo cuando estoy entrando a una, pensar hacia dónde va esa gente que espera, y quién los espera a ellos en otro lado, si así fuese.
La de acá, por desidia o por el paso del tiempo, o por ambas, era triste. Lo era funcionando, no puedo imaginar lo que es en esta situación. Pocos lugares pueden denotar una sensación de soledad más absoluta que una terminal de ómnibus cerrada.
Un tipo sentado en un banco temblequea y mueve las piernas como si fuese jineteando un caballo a galope desenfrenado y se mira en el reflejo del vidrio de esa ventana que no cierra, o no abre. Él no se va a ningún lado. Por eso se llama terminal.