Uno, dos, tres. Una pausa corta. Casi imperceptible. Uno, dos, tres. Si me concentro puedo adivinar la milésima de segundo antes que suene, áspero y seco, el ruido de la escoba de paja en el movimiento de arrastre para barrer las hojas. Martín duerme, no entiendo como eso no lo despierta.
A mí me gusta el otoño, me gustan sus colores. No entiendo por qué lo barren tanto. Mamá dice que es para que no haya tanta mugre, y que con la lluvia y la humedad se pudren y se ponen resbalosas. Papa agrega algo de que se tapan los pluviales.
Debe ser Hugo el que barre. Es sábado. Seguro esta con el bote arriba del tráiler en la vereda.
Me asomo para confirmarlo. Papá habla con un tal Maristain, que me saluda. Creo que vino a cobrar. Es gracioso y tiene bigote como Don Ramón, pero es petiso, y también tiene una boina bastante gastada.
En la esquina hay camiones, de los dos lados de la vereda, y en toda la otra cuadra. Tomo un sorbo de leche en mi taza de River y escucho que papá rezonga algo de que falta control. “Que así no hay asfalto que aguante”, eso dice. “Es un croto”, dice mamá que parecía no estar prestando atención. La miro sorprendido mientras inclino la taza para tomar hasta lo último. Creo que también dijo algo de “sucio”. O que no deje la taza sucia, no sé.
Agarro mi bici azul y le pregunto a mamá si puedo ir a lo de los Heis. Que sí, que para qué voy en bici si es a la vuelta. Que vamos a Don Bosco a jugar a la canchita, por eso.
Salgo con la pelota en una mano y llevando la bici desde el centro del manubrio, con la otra. Qué alivio ahora que tenemos portón nuevo, y liviano. Al de chapa no lo podía. No podía aguantar el peso de la hoja con una mano mientras intentaba pasar la bici con la otra. Además, cada vez que le sacaba el candado y la cadena por el ojal que le habían hecho a las hojas, las chapas le daban aviso a todo el barrio. Uno no podía escapar tranquilo a la siesta.
Pero ahora con este sí, ya estoy afuera, bajo la subida del auto poniéndome a prueba con una mano y me dejo llevar con el envión; no voy a lo de los Heis. Salgo, con intriga, para el lado de los camiones.
El señor está parado en la esquina. Con un termo de plástico rojo y un mate chiquito, y el portón abierto de par en par. Me mira por encima de los anteojos y saluda.
Yo me quedo mirando el brillo multicolor de sus lentes, pero de inmediato un perro me saca de mi distracción y hace que de un volantazo. Casi me caigo y casi también, pierdo la pelota.
El señor lo retó y el perro se calmó. Parece bueno, el señor. El perro no. Tiene pelo blanco y de rulos, y un poco sucio de aceite de los motores. El perro. El señor, también. Pero de pelo lacio y mucho flequillo, como la Bruja Berti, pero blanco. Y un bigote tupido que cuando sorbe la bombilla, mientras me mira alejarme, se achica como un acordeón, y cuando suena el ruido del mate vuelve a su tamaño normal. Es blanco, también, pero después se va poniendo amarillo y parece duro. “Como la escoba”, pienso. Y me vuelvo, a decirle a mamá que los Heis no estaban, que se fueron a “Canrevoc”, o algo así.
Me gustaba el otoño en el barrio. No se por qué lo barrieron tanto.