viernes, 28 de junio de 2024

Otoño

  
 
Uno, dos, tres. Una pausa corta. Casi imperceptible. Uno, dos, tres. Si me concentro puedo adivinar la milésima de segundo antes que suene, áspero y seco, el ruido de la escoba de paja en el movimiento de arrastre para barrer las hojas. Martín duerme, no entiendo cómo eso no lo despierta.

    A mí me gusta el otoño, me gustan sus colores. Pero así como caen de los arboles y cubren las calles y las veredas del barrio, no cuando las barren y termina quedando un montoncito en cada frente de las casas. Mamá dice que es para que no haya tanta mugre, y que con la lluvia y la humedad se pudren y se ponen resbalosas. Papá agrega algo de que se tapan los pluviales.

    Debe ser Hugo el que barre. Es sábado. Seguro está con el bote arriba del tráiler en la vereda.

    Me asomo para confirmarlo. Papá habla con un tal Maristain, que me saluda. Creo que vino a cobrar. Es gracioso y tiene bigote como Don Ramón, pero es petiso, y también tiene una boina bastante gastada.

    En la esquina hay camiones, estacionados de los dos lados de la vereda, y a lo largo de toda la otra cuadra. Tomo un sorbo de leche en mi taza de River y escucho que papá rezonga algo de que falta control. “Que así no hay asfalto que aguante”, eso dice. Mamá le agrega algo de los yuyos que tiene en la vereda. Yo los miro por encima de la taza mientras la inclino para tomar hasta lo último.

    Agarro mi bici azul y le pregunto a mamá si puedo ir a lo de los Heis. Que sí, que para qué voy en bici si es a la vuelta, y que no deje la taza sucia. Que vamos a Don Bosco a jugar a la canchita, por eso.

    Salgo con la pelota en una mano y llevando la bici desde el centro del manubrio, con la otra. Qué alivio ahora que tenemos portón nuevo, y liviano. Al de chapa no lo podía. No me daban los brazos para aguantar el peso de la hoja con una mano mientras intentaba pasar la bici con la otra. Además, cada vez que le sacaba el candado y la cadena por el ojal, las chapas le daban aviso a todo el barrio. Uno no podía escapar tranquilo a la siesta.

    Pero ahora con este sí, ya estoy afuera, bajo la pendiente del garaje poniéndome a prueba con una mano y me dejo llevar con el envión; no voy a lo de los Heis. Salgo, con intriga, para el lado de los camiones.

    El señor está parado en la esquina. Con un termo de plástico rojo y un mate chiquito, y el portón abierto de par en par. Me mira por encima de los anteojos y saluda.

    Yo me quedo mirando el brillo multicolor de sus lentes, pero de inmediato un perro me saca de mi distracción y hace que de un volantazo. Casi me caigo y casi, también, pierdo la pelota.

    El señor lo retó y el perro se calmó. Parece bueno. El señor. El perro no. Tiene pelo blanco y de rulos, y un poco sucio de aceite de los motores. El perro. El señor, también. Pero de pelo lacio y mucho flequillo, como la Bruja Berti, pero blanco. Y un bigote tupido que cuando sorbe la bombilla, mientras me mira alejarme, se achica como un acordeón, y cuando suena el ruido del mate vuelve a su tamaño normal. Es blanco, también, pero después se va poniendo amarillo y parece duro. “Como la escoba”, pienso. Y me vuelvo, a decirle a mamá que los Heis no estaban, que se fueron a “Canrevoc”, o algo así.

    Me gustaba el otoño en el barrio. No se por qué lo barrieron tanto.