Parte 2: Despertarse en el comedor
Esa madrugada en Sarandí, las piñas
sonaron de manera estruendosa, como en los allanamientos de una película yankee
cuando buscan un dealer de poca monta en un hotel de ruta en algún valle árido
de California, con pasillos largos y decenas de puertas. Hacía frío, las
frazadas cuadrillé de lana que pesaban y me daban alergia, se cayeron por la
forma intempestiva en que desperté y me senté en la cama. O al revés, no sé qué
pasó primero. No recuerdo haberme incorporado tan rápido alguna otra vez como
esa noche. La oscuridad era total. Cuando Pablo prendió la luz entendimos que
el que se trompeó con la puerta era Juan, pero del lado de adentro. Un
allanamiento no era.
Pablo era el único que se ubicaba, aún
en la ceguera absoluta en la que estábamos; claro, era su habitación.
Habitación que antes había sido de papá y mucho antes el comedor de la casa de
Sarandí. Raro. Cada vez que lo mencionaban en las reuniones familiares pensaba
en la distancia entre la cocina y el comedor, que era una habitación sola,
aislada del resto; había que atravesar la galería, el piso de ladrillos de
panza techado por la parra, todo en una casa en medio del campo; y entrar por
la puerta que Juan había intentado noquear en el primer round hacía un instante
y que estoicamente soportó sus golpes estoica. En la galería de piso de cemento
del comedor devenido en habitación, había muchas plantas, una grande que le
decían costilla de Adán (también me llamaba la atención ese nombre) y adelante,
a unos metros, un cantero de donde arrancaba la parra, al que en todo su
perímetro le colgaban hacia afuera una especie de yuyos que le decían
"pelo de indio".
Aunque un poco brusca la manera, la
alarma de Juan nos sirvió para levantarnos. Era la madrugada del domingo y
estábamos todos porque ese fin de semana festejábamos los 86 de la Abuela Adela.
Y a 20.000 km de distancia y once horas de diferencia, empezaba el mundial. De
Japón sabía que era donde se jugaban las copas intercontinentales y eran muy
buenos con las cámaras de fotos, y de Corea poco, una bandera un tanto rara que
había buscado en el Larousse ilustrado de pura curiosidad. Quizá esa secuencia
fue una premonición de lo que serían esos diez días siguientes, o no, fue tan
solo un muchacho que se desorientaba al no hallarse en la total oscuridad de un
cuarto que no conocía y que Pablo había estudiado al detalle para que no
entrara luz ni por las hendijas de los postigos ni por las de la puerta. También, a
favor de Juan, hay que decir que no es cuestión de todos los días dormir en el
comedor, es lógico que uno se desoriente.
Unos meses antes, yo mismo me había
prometido no dormir nunca más en el comedor. Ese día en casa, contrariamente a
la madrugada en Sarandí, hacia mucho calor y con Emi habíamos resuelto tirar
los colchones abajo del ventilador del comedor. Con el tiempo entendí que, al
no darle el sol directo, era más fresco que la habitación que recibía todo el
sol de la tarde. Papá decía que esa era la mejor orientación para una casa
entre medianeras, porque recibe luz natural todo el día. En la vereda había un
fresno grande que en verano nos daba sombra y en invierno quedaba desnudo de
hojas y el poco sol de la tarde llegaba apenas a calentar la casa. La sabiduría
de la naturaleza, también decía papá. Mamá, más pedagógica, nos explicaba lo
que era la hoja caduca y perenne, que era con dos N y no con una M y una N.
Como intemperie era con M y no interperie, con R. Se enojaba mamá cuando
escuchaba esas cosas en la tele, o en la radio. Otra cosa que le molestaba, era
que los periodistas dijeran "porái", en vez de "por
ahí", y que hablaran todo el tiempo en condicional, en medio de un
análisis de futbol que de fútbol tenía poco y de rumores incomprobables Y
malintencionados, mucho. Y que los manuales de Santillana nos mostraran
"la historia contada por los porteños". Eso. Eso también le molestaba
a principio de año cuando íbamos a PROA a comprar los libros para comenzar las
clases. Y nos daba unos tomos enormes de un tal Urquiza Almandoz, o algo así,
que creo que vendía la abuela Queca. Aburridos y sin dibujos. Y yo, en mi
cabeza, conectaba con que Almandoz era un jugador de Vélez.
***
Hacia calor, entonces. Mucho calor.
Desde temprano se escuchaban las chicharras y ese olor a humedad en el ambiente
que no te dejaba cambiar el aire. Ya estábamos de vacaciones y faltaba poco
para navidad. "Este año no va a haber regalos para nadie", decía
mamá. Y papá hablaba algo de que cuando era chico era "el Niño Dios"
y no Papá Noel, y que tenía un significado genuino, no como ahora.
"Capitalista" completaba mamá. Lo mismo decía cuando íbamos a Buenos
Aires y con Martin le pedíamos parar en Mc Donald cada vez que veíamos el
cartel amarillo, luminoso y resplandeciente de la M con fondo rojo. "Están
hechas de lombrices" decía papá, y se reía. Y también que era mejor comer
asado con cuero. Un poco me desilusionaba a la vuelta cuando sabía que ya no
iba a ver más carteles de la M para insistir. Reprochaba un rato y después se
me pasaba cuando llegábamos al puente. Ahora no, no me molestaba esa amenaza de
que no habría regalos porque sabía que era solo eso, una amenaza porque
nosotros nos portamos mal y rompí mis anteojos peleando con Martin, o porque en
la tele decían que la crisis aumentaba, y que la pobreza y la indigencia
también y que algo de "entrar en default era inminente" y que el
gobierno estaba al caer. Eso decían, y papá se había enojado la noche anterior
cuando miraba a Mariano Grondona, que tenía una música de cortina que me daba
miedo, y yo me tapaba hasta la cabeza con la frazada blanca estampada con
operaciones matemáticas multicolores. Decía que le estaban “haciendo imposible
el gobierno a De la Rúa estos hijos de puta". Pero creo que, en realidad,
estaba enojado con él.
El día había arrancado raro, a la mañana
Elvira no nos pidió que fuéramos hasta el Viejo Almacén a comprar pan rallado,
huevos y carne cortada fina para milanesas. Ya a la tarde no habíamos podido
salir a jugar a la calle. "Frente al ‘Gurí’ hay una camioneta de Crónica”,
dijo papá cuando llegó a casa, y no me retó por estar jugando a la pelota
contra la pared. Que se aflojaba el revoque, me decía. El Gurí era el
supermercado que estaba a dos cuadras de casa, y que hubiera un canal de Buenos
Aires apostado en la puerta no era un buen indicio.
Era martes y la tardecita pasó en una
tensa calma. A la noche comimos huevos pasados por agua con Criollitas, en unas
compoteras Essen, negras con borde. Cuando nos dispusimos a acostarnos y con
Emi llevamos los colchones hasta el comedor, de canto para poder pasarlos por
el pasillo, era una noche normal de diciembre.
Me dormí mirando el ventilador de techo
que giraba en su eje, pero un poco tambaleaba de manera elíptica a medida que
aumentaba su velocidad. Mamá decía que habría que llamar un electricista a que
lo ajuste, y papá contestaba que lo arreglaría él. Ese ventilador tambaleó
hasta que el comedor dejó de estar en ese lugar cuando se reformó la casa.
Me desperté como en un sueño turbulento,
las luces de los autos iluminaban de forma violenta y constante a través del
portón vidriado del garaje y daban la impresión que subían la pendiente de la
vereda para entrar a casa. En los segundos que tardé en despabilarme y salir de
la confusión del sueño, vi que mamá y papá miraban, por la ventanita
entreabierta de la puerta, a la calle. Se escuchaban muchos autos acelerando y
frenando y un ruido particular que me llamaba la atención: las ruedas de los
carritos del supermercado rodando calle abajo por la Chacabuco en contramano,
cargados de comida, productos de limpieza e incluso algún electrodoméstico.
“Están saqueando el super”, me explicó mamá mientras yo la miraba, seguramente
con los ojos tan grandes como la noche que Juan Fernando se agarró a trompadas
con la puerta.
Nunca más volvimos a comer huevitos
Kínder como hacíamos con Martin en los ’90, y la ropa para la escuela dejó de
ser Hering, para ser Chicolo. Ese fin de año fue tan raro, que hasta salió
campeón Racing, en un torneo que se definió, postergado, entre semana, para que
la gente saliera a la calle a festejar, en vez de protestar. Mientras asumían y
renunciaban distintos presidentes. Y nosotros volvíamos a ser noticia nacional
porque, en Rosario, entre los muertos de la represión había un tal Pocho, que
había nacido acá, que andaba en bicicleta ayudando gente humilde y
defendiéndolos de la policía, y que más tarde se hizo ángel y canción.
Mamá se quejaba porque le pagaban el
sueldo en Federales -que valían tan poco que ni la Abuela Queca los quería,
aunque tuvieran la cara de Urquiza-, y con una chequera o Ticket Canasta que te
obligaba a consumir en una cadena de supermercados y con Martín mirábamos
figuritas del álbum del Mundial que no nos animábamos a pedir que nos
compraran. En la tele debatían si el 9 sería Batistuta o Crespo, al que
nosotros preferíamos porque era de River, y papá decía que le gustaba Bielsa
porque parecía honesto, y no le hacía el juego a la prensa.
Aquel día que empezaba el mundial,
festejábamos los 86 de Adela y Juan Fernando nos despertó de manera violenta
pero eficiente, nos amontonamos en el comedor real de Sarandí; mientras
los equipos salían a la cancha y la camiseta nigeriana encandilaba con su verde
flúor para terminar de espabilarnos, la tía Inés, entre dormida, no dejaba de
estar pendiente de que todos estemos cómodos; el tío Tito acercaba unos troncos
de leña al hogar y Batistuta justificaba su titularidad entrando por el segundo
palo a empujar un córner de Verón. Uno a cero, sin más. Y a dormir otro rato al
otro comedor convertido en habitación de Pablo.
Unos días más tarde, Beckham se tomaba
revancha de la expulsión en Francia y nos dejaba al borde del abismo. Owen
inventaba otro penal y yo, camino a la escuela después del partido, terminaba
de entender lo que mamá me había explicado esa noche de calor sobre lo que era
un saqueo.
La madrugada que jugamos con Suecia papá
nos despertó, como le habíamos pedido con Martín. Svensson metía un tiro libre
que nunca pateó ni volvería a patear, yo me tapaba los ojos con la frazada,
espiando apenas por arriba cómo Cavallero se estiraba y la esperanza se
acortaba. Al final entendí que hay una sensación indescriptible que es la del
pálpito de un penal que se va a errar. Crespo la empujaba de rebote, pero no
alcanzaba.
La tele mostraba al Bati con los ojos
vidriosos. Yo me fui a mi cuarto, sin decir nada, y lloré por el fútbol por
primera vez. Boca abajo, con la cara apretada contra la almohada, tapado con el
acolchado que tantas veces me ayudó a dormir, comprendí que había cosas que no
se pueden calcular, y que a veces, cuando todo se desordena, lo único que queda
es esperar que al día siguiente nos dejen salir a jugar al fútbol, aunque el
revoque se afloje.