sábado, 5 de septiembre de 2020

TERMINAL

Escribir desde el desvelo es, quizá, una de las situaciones que más me acerca a mí época como estudiante en La Plata. Incluso más que trabajar en AutoCad o cualquier otro programa por el estilo. Ya sea por elección –leer, escuchar a Dolina, o simplemente aprovechar el silencio para dibujar o estudiar mientras la ciudad dormía y ganaba la tranquilidad- o por obligación, era algo recurrente. Cuando era por obligación, y sobre todo contrarreloj porque había que terminar para esa mañana siguiente, la percepción del desvelo era diferente. Se marcaba en distintas etapas o estados que generalmente, aunque pudiera variar el orden, se repetían todas las veces que trasnochábamos. Sí, en primera persona del plural. Y éste es un punto a remarcar porque no es lo mismo pernoctar solo que acompañado. Bajo ningún contexto. Pero menos cuando estás haciendo una entrega para la facultad. El olor a café. Pero no se imaginen el de la publicidad de la tele. No, uno así nomás, sin batir, sin espuma, sin dedicación. Con el único objetivo de mantenernos en situación de alerta. Como si lo hiciera el Cholo Simeone, poco vistoso pero efectivo.

La guitarra, para el que sabía tocar. Y para el que no. De Los Redondos a Pink Floyd, de Pink Floyd a Zeppelin y de Zeppelin a Los Palmeras, sin escalas.
El buen humor, el mal humor, un tercer estado incalificable que se descubre cuando toca trasnochar día por medio, o casi.
La charla normal, las dudas, los cantos a los gritos, las letras de las canciones inventadas, los silencios.
Un soldado que cae, y los otros avanzan. Cambios de guardia. “Cada día que trasnochamos, nos quita un día de vida”, sentenció un amigo en una situación crítica avanzadas las cinco de la mañana, en invierno, deseando que la noche sea eterna porque no llegábamos a las nueve para corregir. Ese día decidimos que cuando termináramos de cursar no trasnocharíamos más por dibujar. Debería escribirles a ver si, al igual que yo, cumplieron su promesa.
El mate infaltable que certifica que el entrerriano es el mejor, por recipiente y por preparación. Pero en ese momento no importa, calabaza, madera, forrado en metal, lata, plástico. Al igual que el café y el Cholo. Lo único importante es el resultado.
Como pasaba en esas noches de desvelo que empezabas planeando y pensando una cosa y terminabas en otra muy distinta, es que el título dice “TERMINAL” y lo que sigue abajo no tiene nada que ver. O en una de esas, sí. Porque también me desvelaba cuando viajaba en el “Directo” a La Plata toda la madrugada.
La palabra en sí no tiene una connotación muy positiva. En ningún ámbito. Además, ¿Por qué se llama TERMINAL si no siempre estamos terminando en ese lugar? A veces todo lo contrario. ¿Estación sería más adecuada?
La nuestra en particular, es fea. Dicen que alguna vez fue la más linda de la provincia. Difícil era imaginarlo un domingo, o ya lunes casi de madrugada. El aspecto de abandono, los mosaicos viejos y gastados, las aberturas de chapa que no cierran, o no abren. Los colectivos que no entran hasta la plataforma porque el techo quedó bajo y, por lo descascarado del cielorraso en la losa, se ve que algún chofer lo comprobó fehacientemente. Un colectivo que llega. “Debe ser ese. Ah no, dice ROSARIO”. Otro que llega, pero de otra empresa. Gente que baja. Gente que sube. Abrazos de despedida, varios. Abrazos de bienvenida, pocos. Una chica despide a su novio, que le dice que ya sube así se puede ir a dormir, que ya es tarde y mañana se levanta a las cinco de la mañana, ella le dice que sí, pero espera lo necesario hasta que el colectivo da marcha atrás y se dispone a salir, para saludarlo, ventanilla mediante, y varios metros también. Él interpreta ese sacrificio de pocas horas de sueño como una demostración de que lo quiere, aunque ya se lo diga, y le aliviana la vuelta. “Avisa cuando llegues…”
En estos tiempos donde abundan los blogs y páginas que dicen interpretar con ridícula seguridad, a qué se refieren algunas letras difíciles de entender de Los Redondos, me pongo en ese rol y afirmo que el Indio seguro estaba en una terminal cuando se le ocurrió que “las despedidas son esos dolores dulces”.
Una vez, a la espera de uno de esos tantos viajes de vuelta a la rutina platense, y percibiendo todo esto, comenté en voz alta qué me parecía triste nuestra terminal. Mi viejo me respondió, pausado y tajante: “Todas las terminales son tristes”. Esa noche viajé pensando en esa afirmación. Con el tiempo me di cuenta que depende si te estas yendo, o si estas llegando, si estas volviendo, o si vas a conocer una nueva. Me gusta como pasatiempo cuando estoy entrando a una, pensar hacia dónde va esa gente que espera, y quién los espera a ellos en otro lado, si así fuese.
La de acá, por desidia o por el paso del tiempo, o por ambas, era triste. Lo era funcionando, no puedo imaginar lo que es en esta situación. Pocos lugares pueden denotar una sensación de soledad más absoluta que una terminal de ómnibus cerrada.
Un tipo sentado en un banco temblequea y mueve las piernas como si fuese jineteando un caballo a galope desenfrenado y se mira en el reflejo del vidrio de esa ventana que no cierra, o no abre. Él no se va a ningún lado. Por eso se llama terminal.

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