ESTADIO SIMÓN LUCIANO PLAZAOLA |
Hoy estuve en el Plazaola. Está raro. Dice que no ve a nadie más que al Misio, que lo corta y lo deja prolijo, dice también. Y se queda esperando que el Colo entre con su renguera a cuestas, el hilo, el balde y el rodillo. Pero rezonga que hace rato el Colo no lo pisa para pintarlo, y el Pela tampoco. Está un poco ofendido. No entiende. Es como los perros. Se acostumbran a la rutina. Misio riega, al otro día corta, Colo pinta, pone la sillita, ata las redes, las deja bien tirantes y escuadradas, no como esas del Morumbí de los '90 que parecía que el canchero no tuvo ganas y las ató arriba y lo de abajo lo dejó que caiga, como la cola de un vestido de novia. El arco tiene que estar prolijo. Tirante. Como lo deja el Colo, insiste. Porque recibe lo más lindo del fútbol. El Gol. Pero no viene. Lo espera ansioso, con el aroma irresistible del pasto recién cortado. No sabe qué hace que no viene. Porque a él lo tienen acostumbrado que cuando eso pasa, después se acerca lo que le gusta. Se van encendiendo las luces. Afuera de las líneas de cal, lo siente, se arrima gente, se saludan, alguno pega un grito y otros se dan un abrazo, porque se puede. Se prenden del alambrado y hablan de la cancha como si supieran; los escucha y se ríe. El humo empieza a salir por la chimenea de la parrilla y el olor a choripán perfuma el ambiente.
Percibe arengas provenientes de debajo de la platea. El hormigón genera el rebote y aparentan ser muchos, pero no se entiende lo que hablan. Lo invade una mezcla de nervios y excitación. No logra entender por qué con cientos de partidos encima, todas las veces le pasa lo mismo. Lo piensa siempre a eso, pero no tiene tiempo de ponerse a reflexionar ahora. Ya se vienen. El chirrido de la tapa del túnel corriéndose lo conmueve. Los gritos se escuchan más y más fuerte, los tiene al lado y se transforman en un solo alarido. El ruido del repiqueteo de los tapones lo ensordece y entonces ahora sí. La sensación tan agradable de recibirlos. Nota que algunos dan 3 saltitos con un mismo pie y después corren en velocidad y en zigzag como un perro cuando ve abierta la puerta de calle y se escapa.
Y la pelota rueda…
Pero hoy no, hace más de dos meses que eso no pasa. No siente la caricia de la pelota rodando. Ni el pie deslizando preciso como una Gillette entre el césped y hace que la pelota viaje, pero va inmóvil en el aire. Siempre le gusta ver eso. Como si sabe adónde se dirige. Y no esos revoleos de algunos que la pelota gira y gira en el aire y parece que no va a bajar nunca. Algunos la lastiman. Ya no se acuestan los arqueros, ni besan la pelota atenazada acostados. Ninguno refriega la cara en él, con el ceño fruncido y se revuelca por una patada de atrás. Y por suerte tampoco nadie le pega tan mal que levanta un metro por el aire un pedazo de césped y se lleva de recuerdo tierra y pasto en la comisura de la suela y la punta del botín. Eso es lo único que no extraña, pero todo lo otro sí.
El Plazaola nos extraña y nosotros también.
Nos volveremos a ver.
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