miércoles, 14 de agosto de 2024

El clásico de Marbella

[La Previa]

        "Busca las sombrillas azules", dijo Jordi ayer en una de los consejos que voy a valorar de mi compañero de habitación caleño que viajó hoy temprano. Espero que ya esté en su casa con Luca, su labrador de 8 años. El calor, como todos los días, es agobiante. Pero es viernes, aunque no cambie tanto su valoración porque estoy de vacaciones en Cartagena. El mate, infaltable en la mochila.

    Diviso las sombrillas azules y supongo que esto debe ser Playa Marbella. Al igual que ayer en Bocagrande, regateo el precio de la carpa. Vendedores ambulantes, capítulo veintisiete mil quinientos treinta y cuatro. Hoy, con más experiencia, logro rechazarlos con mayor facilidad. El viento comienza a tomar protagonismo. Imposible abrir una hoja del libro. "Mañana lo sigo", miento.

    El día continúa ventoso. El oleaje es bastante más agresivo que el de ayer y cebar el mate se hace imposible, casi. La tarde empieza a caer y merodean varios adolescentes la zona, uno grita "¡Más allá!" El otro hace caso y clava dos ramas finitas.

    Miro hacia el lado de la garita de los guardavidas, misma situación. Casi sin darme cuenta, el estadio ya está emplazado. El arco al que llevan "más allá" para mí en realidad es "más acá", casi en línea recta con mi sector de 3 x 3 delimitado con sogas, mi carpa. La que junto a las demas que estan ubicadas en linea, conforman la platea del estadio.

    Ante este escenario, cualquier persona más o menos futbolera, va a girar la silla y clavar la vista en el campo de juego, que no es un verde césped, sino una beige arena. Y al que no le guste, también prestará atención por miedo a recibir un pelotazo.

    Y, aunque estemos en tierras de García Márquez, me identifico con palabras de Galeano: "Yo no soy más que un mendigo de buen fútbol. Y en los estadios suplico una linda jugadita por amor de Dios". Así que ahí estamos. Señoras y señores, ¡todo listo! Arranca... ¡El clásico de Playa Marbella!

[El clásico de Playa Marbella]

    La pelota, nada de Al-rihla ni Jabulani, es de las que usábamos antes, cuando jugábamos en la calle, la de gajos pentagonales de dos colores. De esos gajos -como corresponde a una pelota que se usa- quedan unos pocos rojos y blancos. Lo demás, todo gris, y áspero tanto para el empeine como si te agarra de lleno en la cara o el pecho. Pasan los primeros minutos y no sé si por condiciones o por el viento, la mayoría de los ataques son hacia el arco que tengo a mi lado. Un moreno de buen porte desborda sobre la orilla, con la misma torpeza que eficiencia para llevarse la pelota, que en un momento se le queda clavada en el agua culpa de una ola que avanzó más de lo normal; el defensor aprovecha el imprevisto para ir al cruce, se le tira con los pies en forma de tijera, pero en un momento deslumbrante de lucidez, el matungo la trae del agua, que se la estaba llevando mar adentro y lo deja al defensor chapoteando en la orilla, levanta la cabeza y mete un derechazo cara interna a rastrón que viene a parar a los pies de mi silla. Golazo. "¡Eeeesaaaa!" gritan él y los compañeros. No gritan gol.

Le alcanzo la pelota al arquero que viene sacudiéndose la arena y compruebo que es liviana. "Tipica de playa" pienso, y se la entrego en las manos cuchareandola con la zurda y levantando un poco de arena. La pareja septuagenaria de la carpa lindante me mira. O supongo que me mira, porque sé que los llené de arena, y mantengo la mirada fija en el campo de juego. El arquero apoya la pelota en el suelo, todavía sacándose de las palmas los restos de la arena que le quedaron después de haberse estirado en su afán de evitar el primer gol del partido. Dubitativo y sin opciones de pase, en un apuro insólito de alguien que está con todo el tiempo a su disposición, ya que no lo marcan -ni pueden hacerlo-, abre el pie derecho y se la pone en el pecho a un muchacho de pelo afro atado con un colero que reviste buena calidad. El atuendo, una remera holgada que alguna vez supo ser blanca con una estampa de Tommy Hilfiger que se ve desde la playa de Bocagrande ahora manchada a causa del gesto técnico con el que dominó el balon; completa su look un short de baño colorido. Toda la pinta para jugar bien, y no desentona. La pelota apenas toca la arena; con un autopase queda de cara al arco y define entre las piernas de un arquero desesperado y despatarrado por intentar enmendar su error. 2-0 en 30 segundos. Definitivamente no es el viento. Son los protagonistas. Un flaco desgarbado con trencitas de colores hace gestos ampulosos demostrando su enojo; encana a sus compañeros, pero con la protagonista redonda en los pies tampoco colabora mucho.

    Tommy Hilfiger no sólo es bueno técnicamente, también es metedor cuando la pelota queda clavada en el medio de la arena después de algún pifie del equipo más cercano a mí -por distancia y porque cuando no es mi equipo, me gusta apostar por los que van de punto-.

    Minutos más tarde, y ante algunos tramos de posesión accidentada del ahora mí equipo, al que bauticé Contraviento, el mismo arquero que tuvo la salida en falso y fue totalmente responsable del segundo gol, vocifera, sin ponerse colorado: "¡Qué bien juega este equipo, parece el 'Balça'". Nada más lejos mi querido guardameta.

    La verdad es que el partido nos está costando mucho y ellos manejan la pelota con buen tino. La mueven de lado a lado, de orilla a sillas, corremos atrás de la pelota, y casi nos embocan el tercero, si no fuese por la displicencia de uno de ellos que la volvió a tocar al medio cuando tenía que empujarla entre los dos pedazos de rama que ofician de arco. Nuestro portero, otra vez estaba en el suelo en una imagen olvidable, con arena por todo el cuello, la mitad de la cara, piernas y torso.

    Pasan los minutos y no se nos cae una idea. El partido se desarrolla con total normalidad y tranquilidad para ellos, no llegamos con peligro aunque estamos parados en mitad de campo. Pelota al lateral, y en una avivada de un petiso que es el único que pareciera entender algo en el equipo, lo deja cara a cara a su compañero que saca un zurdazo que busca ser el descuento del equipo, y se ve alterado por una pisada previa que generó un pozo en la arena y que modifica la precisión de nuestro tanque de área y sobre todo el destino de la pelota, que se clava, pero en el carro de un vendedor de ceviche y pescados que empieza a los gritos y puteadas dando por finalizado el partido. Reproches hacia el ejecutor del disparo que solamente atina a girar las palmas de sus manos hacia abajo, encogerse de hombros y esbozar alguna justificación responsabilizando a la arena entre gritos y ademanes elocuentes. Dos a cero, casi sin sobresaltos para el equipo Viento a Favor. Veremos cómo transcurre la vuelta. Y en qué condiciones.

    Hay que mejorar mucho. Y marcar a Tommy Hilfiger.

*Escrito desde una reposera en Playa Marbella - 7 de Julio de 2022

Al Turco Wehbe...

 *Escrito el 14 de Agosto de 2020

    La arboleda frondosa con ese eucalipto particularmente más alto que los otros. Los silos, a mano izquierda y a lo lejos, interrumpiendo el paisaje. Una granja de pollos. Y otra. Y mas allá, otras. Entre las cuchillas asoman, tímidas pero estoicas, las antenas del peaje. A la izquierda, verde. A la derecha, más verdes. Otros, pero verdes. El sol cae, pero todavía se siente, y si te toca atrás del conductor, quema. Pero, me gusta descubrir que por esas referencias puedo saber cuánto falta para llegar a casa.

    El conductor es mi viejo, y como es domingo y "por lo tanto no hay trabajo", el dial está clavado en el 590 de la amplitud modulada. Por los parlantes suena una voz enérgica, con tonada particular y casi a los gritos. Tiene la costumbre de anteponer al apellido del jugador que recibe la pelota, el gentilicio de su ciudad natal. Sobre todo si es de Río Cuarto. Como Pablito Aimar. Si no, también le dice "El hijo del Payo", y lo nombra con un orgullo como si fuese propio. Y en parte, lo es. 

    Mamá aprendió a bancarse esos esos relatos muchas veces interrumpidos por la interferencia ensordecedora de los cables de alta tensión, por "la magia de la radio". Creo. Quizá solo es resignación.

    Hoy entiendo y agradezco que por eso, porque mi viejo ponía Continental y la Marga escuchaba, atenta, infalible ante un error de conjugaciones o de coherencia, y reflexiva ante una frase que le llamaba la atención, conocí al Turco Wehbe. Relataba el partido secundario, el que no hacía Víctor Hugo, que era "El Partido de la Fecha". Ese que a la noche lo veíamos resumido en Fútbol de Primera, si no me dormía antes.

    Los años pasaron y las referencias cambiaron. Los silos siguen. Ahora sé que son de chapa galvanizada sinusoidal. Las granjas se multiplicaron, y las arboledas, en parte, desaparecieron. En Continental relatan otros y Futbol de Primera ya no existe. Pero aún mantengo la costumbre de mirar por la ventana buscando alguna referencia que me diga que estoy cerca de casa. Siempre. Ya no se escuchan esos relatos con ritmo cordobés, el grito de gol desaforado y la explicación para que los que venimos mirando la ruta y el paisaje, entendamos cómo fue que la pelota terminó adentro del arco, como si fuese un cuento.

    Una parte de esos recuerdos de infancia se cierra. El "patas cortas" te estará esperando, vestido de azulgrana, para hablar de Los Gauchos de Boedo, los Matadores y los Carasucias, con el gordo Soriano.

viernes, 28 de junio de 2024

Otoño

  
 
Uno, dos, tres. Una pausa corta. Casi imperceptible. Uno, dos, tres. Si me concentro puedo adivinar la milésima de segundo antes que suene, áspero y seco, el ruido de la escoba de paja en el movimiento de arrastre para barrer las hojas. Martín duerme, no entiendo como eso no lo despierta.

    A mí me gusta el otoño, me gustan sus colores. No entiendo por qué lo barren tanto. Mamá dice que es para que no haya tanta mugre, y que con la lluvia y la humedad se pudren y se ponen resbalosas. Papa agrega algo de que se tapan los pluviales.

    Debe ser Hugo el que barre. Es sábado. Seguro esta con el bote arriba del tráiler en la vereda.

    Me asomo para confirmarlo. Papá habla con un tal Maristain, que me saluda. Creo que vino a cobrar. Es gracioso y tiene bigote como Don Ramón, pero es petiso, y también tiene una boina bastante gastada.

    En la esquina hay camiones, de los dos lados de la vereda, y en toda la otra cuadra. Tomo un sorbo de leche en mi taza de River y escucho que papá rezonga algo de que falta control. “Que así no hay asfalto que aguante”, eso dice. “Es un croto”, dice mamá que parecía no estar prestando atención. La miro sorprendido mientras inclino la taza para tomar hasta lo último. Creo que también dijo algo de “sucio”. O que no deje la taza sucia, no sé.

    Agarro mi bici azul y le pregunto a mamá si puedo ir a lo de los Heis. Que sí, que para qué voy en bici si es a la vuelta. Que vamos a Don Bosco a jugar a la canchita, por eso.

    Salgo con la pelota en una mano y llevando la bici desde el centro del manubrio, con la otra. Qué alivio ahora que tenemos portón nuevo, y liviano. Al de chapa no lo podía. No podía aguantar el peso de la hoja con una mano mientras intentaba pasar la bici con la otra. Además, cada vez que le sacaba el candado y la cadena por el ojal que le habían hecho a las hojas, las chapas le daban aviso a todo el barrio. Uno no podía escapar tranquilo a la siesta.

    Pero ahora con este sí, ya estoy afuera, bajo la subida del auto poniéndome a prueba con una mano y me dejo llevar con el envión; no voy a lo de los Heis. Salgo, con intriga, para el lado de los camiones.

    El señor está parado en la esquina. Con un termo de plástico rojo y un mate chiquito, y el portón abierto de par en par. Me mira por encima de los anteojos y saluda.

    Yo me quedo mirando el brillo multicolor de sus lentes, pero de inmediato un perro me saca de mi distracción y hace que de un volantazo. Casi me caigo y casi también, pierdo la pelota.

    El señor lo retó y el perro se calmó. Parece bueno, el señor. El perro no. Tiene pelo blanco y de rulos, y un poco sucio de aceite de los motores. El perro. El señor, también. Pero de pelo lacio y mucho flequillo, como la Bruja Berti, pero blanco. Y un bigote tupido que cuando sorbe la bombilla, mientras me mira alejarme, se achica como un acordeón, y cuando suena el ruido del mate vuelve a su tamaño normal. Es blanco, también, pero después se va poniendo amarillo y parece duro. “Como la escoba”, pienso. Y me vuelvo, a decirle a mamá que los Heis no estaban, que se fueron a “Canrevoc”, o algo así.

    

    Me gustaba el otoño en el barrio. No se por qué lo barrieron tanto.