domingo, 9 de noviembre de 2025

Sábado

       En casa nunca se le hizo caso al silbido del afilador. Como yo no le hacía caso a Amelia en catequesis, y le preguntaba cosas inapropiadas para que después la responsabilizaran a mamá por su ateísmo. Agnóstica, me aclaraba. Porque los ateos son un poco soberbios. Porque pensar que no hay nada y todo lo podemos resolver desde el raciocinio y los que creen en Dios son ingenuos, es un tanto arrogante. Que las religiones han sido necesarias para mantener al hombre, así me decía, al hombre, al ser humano, atado a una cuestión sobrenatural que explicara todo lo inexplicable de la vida; y sobre todo, de la muerte. A las guerras. Algo de la educación judeocristiana y la visión occidental. Eso me contaba. O imaginaba. Yo iba porque estaba ella, aunque en dos años jamás me animaría a hablarle. Solo a cruzar un par de miradas fugaces, que para mi podían ser un indicio de algo, y para ella una incomodidad. Entonces quería irme a jugar ese partido contra Rivadavia y ganarle a mis compañeros, que estaban en la misma sintonía. No sé si ellos creían en Dios. Yo le pedía ganarles para verles bajar la mirada al fin de semana siguiente  en catequesis, antes que Amelia nos pida la tarea. Eso estaba mal a los ojos de Dios. Era sábado. Ella había faltado. En casa nunca se le hizo caso al silbido del afilador.

lunes, 3 de noviembre de 2025

Marquitos y los aviones

    - ¿Estaba dura la pelota, Marquitos? – preguntó socarronamente Corito.

    -Qué sé yo – contestó encogiéndose de hombros y haciendo una mueca con las comisuras de los labios hacia abajo.

    Marquitos no había visto un avión en su vida, y estaba a quinientos metros de aeroparque, con diez compañeros corriendo a su lado, y otros tantos sentados afuera que, al igual que él, nunca habían ido a Buenos Aires, se habían subido a un colectivo o incluso, jamás habían salido a la ruta.

    La experiencia más cercana, hasta ese momento, había sido observar, a lo lejos, una línea blanca recta que se esfumaba hasta convertirse en algo parecido a una nube a medida que iba atravesando el cielo. “Un avión a chorros. El tiempo se va a descomponer”. Le decía todas las veces el padre. Nunca terminó de entender por qué decía que se iba a descomponer, porque eso era algo malo, y a Marquitos, los días de lluvia, los supuestamente descompuestos, le gustaban.

    Todo era nuevo para Marquitos esa mañana de sábado. Vio carteles en la autopista con máquinas futuristas como los vuelos espaciales que había anunciado el presidente un tiempo atrás, y publicidades iguales a los de la revista Viva que venía con el Clarín de los domingos. Descubrió que los autos que veía en las películas existían, los tenía al alcance de sus ojos por la ventanilla del colectivo. Supo lo que era un avión. Entendió que lo que había visto era solo la estela que dejaba atrás a su paso. 

Marquitos puso un pie en la avenida y vio empapelado el tapial de la vereda de enfrente con afiches anunciando a Los Redondos en Racing. Preguntó y nadie le respondió. Insistió. Corito le dijo que era un grupo de cumbia, que se subiera a la vereda, y le apoyó la camiseta azul marino con la banda blanca y un conejo sonriente a la altura del corazón. Era la diecisiete. No le importó. Siguió mirando el cielo. Un sonido atronador que al resto asustaba, a él lo excitaba. Sabía que por atrás de la mole imponente de hormigón a la que estaban entrando, aparecería esa especie de pájaro metálico desplegando unas ruedas que le parecían ridículamente chicas. 

Marquitos no volvió a pisar una cancha de fútbol. Esa madrugada, cuando llegó a la casa, despertó a todos para contarles cómo era un avión.

 Marquitos había estado cumpliendo el sueño de muchos, jugar a la pelota con los amigos del club de barrio, contra River y en el Monumental. 

Marquitos ni se dio cuenta. Hoy es ingeniero aeronáutico.