(Texto creado en base a fragmentos -resaltados en negrita- de distintas poesías de Anahí Lazzaroni y Julio Leite)
Deambulo en éstas líneas mientras analizo las caras de las personas que pasean por el andén; caras olvidables por cierto. De las que podes volver a cruzarte en un par de horas y no recordar que las viste ese mismo día.
Suavizo la espera jugando a descifrar en qué estación se bajarán, hacia dónde irán...¿Habrá un padre aguardando contento verlos aparecer agarrándose de la baranda para bajar los escalones del tren? ¿Un hijo atento al tintineo de las llaves y el ruido del picaporte deseando que aparezcan atrás de esa puerta? ¿Un amante ansioso mirando el teléfono a la espera de un mensaje: "Llegué"?
¿O será que todos están viajando hacia sus propios miedos?
Afuera, señorea la indiferencia, el cielo lleno de nubes impide hundirse en el taciturno y nostálgico atardecer del domingo.
En el vagón de luz parpadeante se entremezclan rostros, realidades, enojo, indiferencia, alegría o el olvido mismo.
Iluminados profesionales y humildes obreros se cruzan en este furgón donde nada está escrito y los conocimientos son inútiles. Todos somos iguales.
El tren traquetea atravesando ciudades en decadencia, acá arriba algunos leen y otros están sumergidos en la indescifrable música que se reproduce a través de sus auriculares, un chiquito de ojos achinados, con la campera grande y desteñida, tararea canciones alegres que nadie pudo cantar ni cantará jamás, una señora tapada de bolsos hechos con hilos de plásticos a cuadrillé no hace otra cosa que mirar el aleteo de una mosca sin que el paso del tiempo importe demasiado. Entretanto interrumpe una música secreta tocada por un inquieto viajero que vaga entre ciudades y trenes sin más compañía que la guitarra, la mochila y algún perro callejero que se suma a su paso.
Llegando a destino bajo el grito constante de los pájaros nocturnos, observo, contemplador de la noche y sus virtudes, la estación y sus tristes habitantes del vacío y el miedo.
Los locos ya no dibujan árboles en el vidrio empañado que da a la avenida, desolados balbucean y se hamacan hacia atrás y adelante sentados en un banco de metal frío y sin respaldo; y es en ese pesaroso momento cuando me doy cuenta que en la ciudad también está el desierto.
1 comentario:
Cuánto me alegra encontrar blogs vivos y con contenido de calidad. Amo leerte, Búho.
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