Quinto día
de cuarentena. Podría haber sido el cuarto. O el sexto. Da igual. Ya el
encierro lo tenía bastante desorientado.
Aunque lo
venía llevando bastante bien. Si fuese un partido de fútbol, cosa por la que se
regía su calendario anual y que en este momento lo tenía en blanco porque ─por la cuarentena, obviamente─
tampoco había futbol, hubiese dicho que fue un partido de trámite parejo
pero controlado, con algunos sofocones en las áreas de la noche, y a veces en
las mañanas.
“Esto de la
tecnología hace todo un poco más fácil” pensaba, y se reía de sí mismo que
encerrado y con esas frases ya estaba hecho todo un jubilado.
Además, la
soledad nunca fue algo que le molestara, más bien le gustaba. “Pero me gusta
elegirla. Estar solo. No sentirme solo. No es lo mismo”, aclaraba siempre.
La soledad
y el frío también le gustan. Pero hoy hace calor, desde temprano supo que iba a
ser un día sofocante, y eso también hizo que se levante de manera
apesadumbrada, como si tuviese dos o tres frazadas de lana de esas tejidas por
no sé cuál de sus familiares de hace algunas generaciones atrás, como las que
le encajaban en el campo cuando iban a carnear en pleno invierno.
La noche
anterior no había anunciado este calor, pensaba.
Incluso aprovechó la brisa fresca que entraba por la ventana para abrir las
ventanas. “Ventilación cruzada, para optimizar la circulación de aire”
recordaba máximas que le quedaron de la carrera. Y la brisa, además de ventilar y de permitirle
apagar el ventilador y poder disfrutar lo más profundo del silencio sin el
traqueteo que producía ese trasto viejo, y seguro chino como el virus, lo tentó
a tomar un whisky y otra vez se encontró riéndose de él con el comentario de la
tecnología, abriendo ventanas para ventilar la casa y tomando whisky a la noche
completamente solo, decididamente era un jubilado.
No sabe
bien si el whisky, el silencio o tantos días encerrado sin nada ni nadie más
que su propia compañía y la de su perro, lo habían llevado a pensar en varias
cosas. Y se fue a dormir con algunas ideas, pensando que al otro día esos
pensamientos no estarían. “Esa frase boluda de ‘Mañana será otro día’” piensa
chasqueando la lengua y meneando la cabeza mirando el desorden que quedó en la
mesita ratona entre el vaso vacío, la botella que casi estaba en la misma condición,
el libro de una novela que hacía 9 años había empezado y se había dispuesto a
terminar durante el encierro, y ese olor a espiral que todavía permanece en el
ambiente y lo invadió ni bien abrió la puerta corrediza que comunicaba con el
living-comedor. Porque a pesar de la brisa, los mosquitos no dieron acuse y
habían estado bastante molestos. El zumbido ya lo alteraba. Y una vez había leído
no sabe en dónde que ese era justamente el objetivo del zumbido: alterar la
tranquilidad, que la sangre corra más rápido y sea más eficiente la picadura.
Vaya uno a saber, pero sonaba bastante lógico si así fuera, y con él funcionaba
a la perfección. Siempre pensaba que era un blanco fácil para ellos. Cuando estaban
en reuniones se quejaba porque lo picaban solo a él y los demás seguían como si
nada. Los tobillos más que nada. “Es que ustedes no tienen sangre, amargos”
contraatacaba cuando los amigos lo molestaban por sus quejas ante las picaduras.
Se dispuso a juntar y dejar todo lo más acomodado
posible, dentro de un contexto de soledad y cuarentena que no le exigía un
orden muy estricto, porque en todo caso el desorden era suyo, y hay pocas cosas
más ordenadas que el propio desorden donde uno encuentra las cosas sin
buscarlo. Una vez que según su visión estaba todo alineado dentro de esos
parámetros anormales que la situación establecía, puso la pava eléctrica y
cuando sonaron los pitidos señalando que el agua había alcanzado la temperatura,
pensó qué buen invento para los ansiosos había sido ese; más allá de la
pintoresca imagen de la pava calentándose en la hornalla y echando vapor por el
pico y algunas silbando, prefería ese timbre agudo de la eléctrica, y sobre
todo la velocidad, claro. Ahora está sentado, humedeciendo la yerba y mirando
absorto como el agua desaparece instantáneamente adentro del mate, dejando
apenas un burbujeo arriba. Toma el primero. Ruido cortito. Ceba el segundo y se
queda mirando fijo la canilla de la mesada de la cocina, que se había
descalzado del orificio y parecía mirar para abajo, triste, conmovida por el
efecto del virus. Pero en realidad no está mirando nada, ni a la canilla ni al
perro que da vueltas alrededor de la mesa y pasa acariciándose con sus piernas
para llamar su atención. No anduvo. Además de ser una frase pelotuda, no
funciona en cuarentena porque todos los días son iguales. Está dándole vuelta
las cosas que le quedaron de anoche.
¿Desde
cuándo se había hecho el filósofo para ponerse a pensar en todas esas cosas en
vez de estar haciendo algo productivo o, directamente, durmiendo?
Pero sigue
con eso en la cabeza. El aislamiento y el virus que tiene a todo el mundo encerrado,
no lo preocupa demasiado, pero sí lo puso un poco taciturno y nostálgico.
Entonces empiezan –o siguen- las preguntas sin respuestas.
“¿Qué nos
está dejando todo esto además de enseñarnos cómo lavarnos las manos? ¿Y qué nos
va a dejar? ¿Es todo una prueba para ver cuantos pelotudos hay en el mundo que
ante la cuarentena salen igual? Hay muchos más de los que pensaba” Esa fue la
única respuesta que, hasta ahora, supo contestarse.
Pero además
de eso, y ahí es donde se cuestiona su rol de filósofo berreta de Instagram,
empezó a fantasear en qué pasa si el virus termina con todo. Si después de
tantas premoniciones, de los mayas, de Nostradamus, de los astros… un chino que
se comió una sopa con un murciélago termina con todos.
Sabe que
no, que no se va a acabar todo. Pero… ¿Y si sí?
¿Si al
virus se le canta y lo deja de garpe ahí nomás con todas las cosas que no hizo?
Si le cae y le dice “Mirá, por timorato y por cagón, porque aunque soy chino te
hablo en argentino, te venís conmigo. Ahora. Así. Con la cama sin tender y con
la ropa que tenés puesta nomas. Que de hecho te queda bastante ridículo ese
‘shorcito’ de futbol turquesa y esa remera toda descuajeringada. Lavate los
dientes y vamos. Las manos deja nomás, ni te calentés”
Entonces,
aun sabiendo que no va a pasar eso. Que el virus no va a venir, que no va a ser
La Parca y menos hablándole en argentino, se comenzó a preguntar, ¿qué pasa si
pasa?
Y pausa el
mate, deja tranquila a la canilla deprimida, desatiende la radio que hablan con
no sé qué periodista de España que les cuenta cómo viven allá la crisis, va al
baño y se mira al espejo, y además de verse en short y remera, con barba
desprolija de varios días y despeinado, total qué importa, si estamos en
cuarentena, piensa si está conforme si se tiene que ir ahora. Si está conforme
con lo que ha hecho hasta esa mañana.
¿Es la
persona que hubiera querido ser si se mirara con perspectiva? ¿Se cagó de risa
lo necesario o hasta más? ¿Se emborrachó lo suficiente con sus amigos? ¿Vivió
lo que quería dentro de lo que podía? ¿Gastó el tiempo donde y con quien quiso
estar? ¿Se la jugó alguna vez por una persona que quería y amó lo suficiente a
alguien como para no irse sin experimentar realmente ese sentimiento o se iba a
ir para el otro lado sin saber lo que era?
Y ahí está
lo que le hace ruido. Es un todo. Pero eso último es lo que desde anoche le
está retumbando en la cabeza como la pelota contra el tapial del vecino antes
que lo retara el padre porque se aflojaba el revoque. Eso de amar. O no sé si
de amar que le suena tan fuerte. Pongámosle querer. O de jugársela por alguien.
¿Lo hizo? ¿O Su rol de tipo parco y poco demostrativo no se lo había permitido
o tuvo –y tiene- miedo al qué dirán y a que lo dejen pagando? ¿O las dos?
Y además de
hacerle ruido, y de retumbar como la pelota en el tapial del vecino y de
plantearse si se la había jugado y había amado, le hace recordar esa noche. Y
se lo hizo recordar a la noche solo con el whisky, y se lo sigue recordando a
la mañana solo con el mate, con el perro franeleándose en las piernas, mirando
sin mirar la canilla deprimida de la mesada de la cocina, y mirándose al espejo.
Esa noche
sí hacía frio. Hacía frío y llovía, se acuerda. Mucho llovía. Esas lluvias que hacen
burbujita cuando caen y dicen que supone que va para largo. Y a él le gusta la
soledad, y le gusta el frío y la lluvia también. Bicho raro…
Pero esa
noche llovía y no estaba solo. Y se dio cuenta que le gustaba no estar solo. Y
hablaba. Y eso no le gusta tanto. O no le sale, más bien. Pero ahora habla, por
estrategia, por nervios, por desesperación o porque tiene un par de birras de
más. Habla. Y afuera llueve. “Como si fuera la última vez”, pensaba que era
otra frase medio pelotuda, pero si era la última vez que lo agarre ahí, en esa
casa y con ella. Que sea ahí que se caiga el mundo si quería. Que por el ruido
constante y ensordecedor que provocaban las gotas en el techo de chapa parecía
no estar muy lejos de pasar. Y a él, el tipo parco y poco demostrativo, y que
le gustaba la soledad y dormir solo, lo hubiesen encontrado embobado hasta los
huesos con alguien que había visto apenas una vez.
Y hablaba,
por todas esas cosas, hablaba y veía que le sostenía la mirada y se agarraba de
eso para mantener la mínima esperanza de que lo que le decía le importaba, o
que él le importaba, y que no se aburría y quería que ese pesado se vaya de su
casa. O que afloje la lluvia un poco para que ese pesado se vaya de su casa.
Y entonces
pasó lo que ni siquiera en la más empalagosa novela romántica alguien se
atrevería a escribir porque denotaría falta de imaginación en el escritor para
salir del paso de una situación con algo exageradamente poco probable.
Y lo que
pasó fue que se cortó la luz. Pero no solo en la casa. La casa, la cuadra, el
barrio, y probablemente toda la ciudad se encontraban a oscuras y bajo un
“diluvio universal”, que no tenía ni idea cómo había sido, pero si lo tuviera
que imaginar, lo imaginaría bastante parecido al de aquel día.
Y a aquella
señal divina, para él que no creía en Dios, se sumaron las de ella. Que no solo
que se quedó sin excusas para echarlo, sino que lo agarró fuerte de la mano y
no lo soltaba. Y él pensaba que nunca tuvo tantas ganas de que alguien tenga
miedo como ella ese día, si eso significaba que no le soltara la mano y que,
además de eso, se anime a darle un beso. Y ya no le importó la tormenta, ni el
ruido de la caída de las gotas en el techo de chapa, ni el sonido de los autos
que al pasar salpicaban agua para ambos lados casi convertidos en lanchas. Todo se detuvo. Solo deseaba que
no volviera la luz.
Después de
eso, únicamente se acuerda que se durmieron; cree que ni la abrazó y al otro
día, ya con luz, natural y artificial, se arrepintió bastante de no haberlo
hecho.
A media
mañana se saludaron como dos desconocidos y él se fue a su casa, imaginando
cómo sería tomar mates con ella, un domingo a la mañana, ya sin tanta lluvia,
los dos en la cama; y sin sospechar que, casi un año después, tomando mate solo
mirando la canilla de la mesada de la cocina, todavía fantasearía con lo mismo.
Y entonces,
él que le gusta la soledad, el frío, dormir solo, parco y poco demostrativo,
sin querer se estaba respondiendo a las últimas preguntas. Y le escribió,
porque, si la parca lo quería llevar, que lo lleve así en short de futbol,
remera descuajeringada, barba desprolija y despeinado, pero no sin haberle
dicho lo que tenía para decirle.
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