domingo, 6 de septiembre de 2020

Falta envido, truco y la mamá del Polo

"Murió la mamá del Polo".

La frase atravesó el ambiente como un viento helado poco probable en una noche húmeda de febrero, y el silencio se apoderó de la mesa. Los cuatro que jugaban al truco dejaron la mano en la incertidumbre de una falta envido que Pablo había osado cantar con la confianza de quien tiene treinta y tres de mano, pero tenía apenas veintidós. Y de pie. Sin embargo sus contrincantes dudaban, hasta que llegó esa frase que tiró por el suelo la falta, la mano y la partida en curso.

Por unas milésimas de segundos, que parecieron eternas, nadie dijo una palabra, ni los cuatro jugadores, ni Manuel que estaba sentado en una banqueta alta mirando el celular y de reojo el tanteador del partido para volver a entrar, mirando desde afuera porque habían perdido con el Rata. El disparador de la primicia triste.

El Rata siempre corría detrás de la primicia, o de los chusmeríos, arrebatado, y sabía que era así aunque se enojara cuando lo cargaban sus amigos. Ese arrebato fue el que generó el impacto de la frase, además del contenido, como si la hubiera escupido sin querer.

El primero que atinó a decir algo fue Nacho, que tenía treinta pero estaba a punto de decir que "No, jugá nomás", cuando lo interrumpió la noticia.

"Pobre Susana" dijo. Inmediatamente después se zambulló tres cuartos del vaso de cerveza que ya estaba transpirado por el calor y la humedad de esa noche.

"De paso ya brindaste a su memoria" le contestó con sorna su compañero de truco, el Chueco, mientras miraba cómo bajaba considerablemente el líquido dorado del vaso, hasta quedar apenas unos restos espuma que se iban desvaneciendo en las paredes de vidrio.

Nacho se hizo cargo del comentario, disimuló un eructo y levantó el vaso vacío a modo de saludo al cielo.

"Déjense de boludear, che..." les recriminó Juan, que hacía menos de un minuto estaba sufriendo y comíendose las uñas porque sabía que Pablo había cantado sin nada, mientras bajaba el volumen del parlante mientras Los Redondos contaban las andanzas del Capitán Buscapina.

"¿Quién te avisó, Rata?" preguntaba Pablo, mientras otro consultaba si alguien había hablado en esos días con Polo, que hacía años vivía en Buenos Aires, y ya de novio, no volvía tanto. "Parece que a la mina no le gusta mucho venir acá. Dice que es un pueblo, que la deprime", afirmó Nacho con la seguridad de quien desenfunda una verdad absoluta, pero en realidad no tenía pruebas de lo que acababa de decir. Los demás asintieron, y también se quejaron de que sea así. Se escuchó un "Pollerudo", que enseguida fue reprendido por la gravedad del contexto.

"Estaba jodida hace unos meses ya..." comentó Pablo mezclando las cartas lentamente como para tener las manos ocupadas, mientras fijaba la vista en el porta-vasos de no sabía cuál edificio de qué ciudad de Europa que los padres del Chueco habían traído de recuerdo. El vaso le tapaba el nombre y parte de la foto, y tampoco se interesó en levantarlo para quitarse la duda.

Manuel era el único que no había pronunciado palabra alguna. Solamente miró fijo al Rata cuando lo sorprendió la noticia. Le sostuvo la mirada unos segundos hasta que comprendió la literalidad de la frase. Volvió a perderse en el celular, pero en realidad no prestaba atención a lo que reflejaba la pantalla ni a sus notificaciones, que le avisaban que se estaba quedando sin batería.

Se sumergió en una sumatoria de recuerdos mientras los demás comentaban cosas sobre Polo, su mamá y "cómo estarán Ricardo y los demás".

Manuel había sido siempre el más cercano a Polo, desde chicos. Hipólito, como le decían en su casa cuando lo retaban o le llamaban la atención. Y Susana había estado presente en todas esas etapas. Se conocían desde el preescolar. En primer grado, ellos le habían puesto el apodo que todavía llevaba puesto el que había dado la funesta novedad: el Rata, Lucio hasta ese día, había ido con unas medias a clase que tenía dibujos de ese animal, y a partir de ese momento, hasta ahora, fue siempre el Rata. Se acuerda que Susana los retó, un sábado de mañana, cuando le contaron que tenían un compañero que le decían así, y por qué. No entendieron, si el Rata se había reído, ¿por qué estaba mal? De hecho se hizo tan poco problema que adoptó el apodo como propio, y veinticinco años después, pocas personas saben que se llama Lucio.

Con Polo, además de la escuela, compartían el barrio, y el club. Y ahí también había estado Susana, con sus papás también. Todos los sábados. Frío, calor, a la hora que sea. 

Y estuvo después, a los doce años, cuando pasó lo de su papá. Entonces fue cuando Manuel empezó a frecuentar aún más la casa de Polo; sentía que era el único lugar donde no los miraban con lástima. Manuel odiaba ese sentimiento, aún hoy. Se obligó a no sentir pena ni lástima por nadie.

Quizá por eso es que reprimía tanto sus ganas de llorar, para que no le tengan lástima. Aunque ahora recordando esas cosas le habían dado un poco de ganas. Entonces lo asaltó el recuerdo de la última vez que lloró. Había sido a los catorce o quince años, después de ese partido que perdieron con Belgrano, uno a cero sobre la hora. Pero no sólo eso, cuando volvían caminando a sus casas, con Polo, los pibes de Belgrano pasaron gritándoles y riéndose de ellos. Eran cinco. Polo amagó a correrlos para pelear, pero él lo frenó. Siempre fue más cauteloso, aunque a veces lo tildaran de miedoso.

Cuando llegaron a la casa de Polo, que quedaba de camino a la suya, Susana los vio con bronca y les dijo algo así como que a veces se gana y a veces se pierde, que sonó poco convincente. Pero atrás de eso Polo desembuchó, entre insultos, la verdadera razón del enojo.

"No les den bola. Son unos idiotas". La que había dado ese veredicto no fue Susana, sino Camila, la hermana de su mejor amigo. Apenas escuchó levantó la vista, que mantenía fija en el cordón de la vereda, cabeza gacha, para que no se notara que tenía los ojos vidriosos y un poco de ganas de llorar de la calentura.

Entonces se detuvo en los ojos grandes y oscuros, de quien había sentenciado, por un lado a los del Belgrano con su calificación, y por otro a él. ¡Qué ojos tenía, por Dios!

Ella ya estaba en quinto año, y aunque iban al mismo colegio, las chicas más grandes nunca le prestaban atención a los más chicos. Ni siquiera a los de su edad. Manuel se veía complicado.

Rememorar ese momento preciso, le produjo otra vez la sensación de los ojos vidriosos, por tristeza o por melancolía; se refregó los ojos y parpadeó un par de veces para despabilarse.

El truco, después de hablar un rato de Polo y contar algunas anécdotas graciosas, había vuelto a comenzar.

Mientras pensaba lamentándose que nunca le pudo decir a Susana que estaba perdidamente enamorado de su hija, un grito desmesurado de Pablo lo bajó a tierra. Otra vez estaba mintiendo con la falta envido.

Hizo una mueca de sonrisa con la mitad de la boca, meneó la cabeza y preguntó cuánto iban.


sábado, 5 de septiembre de 2020

TERMINAL

Escribir desde el desvelo es, quizá, una de las situaciones que más me acerca a mí época como estudiante en La Plata. Incluso más que trabajar en AutoCad o cualquier otro programa por el estilo. Ya sea por elección –leer, escuchar a Dolina, o simplemente aprovechar el silencio para dibujar o estudiar mientras la ciudad dormía y ganaba la tranquilidad- o por obligación, era algo recurrente. Cuando era por obligación, y sobre todo contrarreloj porque había que terminar para esa mañana siguiente, la percepción del desvelo era diferente. Se marcaba en distintas etapas o estados que generalmente, aunque pudiera variar el orden, se repetían todas las veces que trasnochábamos. Sí, en primera persona del plural. Y éste es un punto a remarcar porque no es lo mismo pernoctar solo que acompañado. Bajo ningún contexto. Pero menos cuando estás haciendo una entrega para la facultad. El olor a café. Pero no se imaginen el de la publicidad de la tele. No, uno así nomás, sin batir, sin espuma, sin dedicación. Con el único objetivo de mantenernos en situación de alerta. Como si lo hiciera el Cholo Simeone, poco vistoso pero efectivo.

La guitarra, para el que sabía tocar. Y para el que no. De Los Redondos a Pink Floyd, de Pink Floyd a Zeppelin y de Zeppelin a Los Palmeras, sin escalas.
El buen humor, el mal humor, un tercer estado incalificable que se descubre cuando toca trasnochar día por medio, o casi.
La charla normal, las dudas, los cantos a los gritos, las letras de las canciones inventadas, los silencios.
Un soldado que cae, y los otros avanzan. Cambios de guardia. “Cada día que trasnochamos, nos quita un día de vida”, sentenció un amigo en una situación crítica avanzadas las cinco de la mañana, en invierno, deseando que la noche sea eterna porque no llegábamos a las nueve para corregir. Ese día decidimos que cuando termináramos de cursar no trasnocharíamos más por dibujar. Debería escribirles a ver si, al igual que yo, cumplieron su promesa.
El mate infaltable que certifica que el entrerriano es el mejor, por recipiente y por preparación. Pero en ese momento no importa, calabaza, madera, forrado en metal, lata, plástico. Al igual que el café y el Cholo. Lo único importante es el resultado.
Como pasaba en esas noches de desvelo que empezabas planeando y pensando una cosa y terminabas en otra muy distinta, es que el título dice “TERMINAL” y lo que sigue abajo no tiene nada que ver. O en una de esas, sí. Porque también me desvelaba cuando viajaba en el “Directo” a La Plata toda la madrugada.
La palabra en sí no tiene una connotación muy positiva. En ningún ámbito. Además, ¿Por qué se llama TERMINAL si no siempre estamos terminando en ese lugar? A veces todo lo contrario. ¿Estación sería más adecuada?
La nuestra en particular, es fea. Dicen que alguna vez fue la más linda de la provincia. Difícil era imaginarlo un domingo, o ya lunes casi de madrugada. El aspecto de abandono, los mosaicos viejos y gastados, las aberturas de chapa que no cierran, o no abren. Los colectivos que no entran hasta la plataforma porque el techo quedó bajo y, por lo descascarado del cielorraso en la losa, se ve que algún chofer lo comprobó fehacientemente. Un colectivo que llega. “Debe ser ese. Ah no, dice ROSARIO”. Otro que llega, pero de otra empresa. Gente que baja. Gente que sube. Abrazos de despedida, varios. Abrazos de bienvenida, pocos. Una chica despide a su novio, que le dice que ya sube así se puede ir a dormir, que ya es tarde y mañana se levanta a las cinco de la mañana, ella le dice que sí, pero espera lo necesario hasta que el colectivo da marcha atrás y se dispone a salir, para saludarlo, ventanilla mediante, y varios metros también. Él interpreta ese sacrificio de pocas horas de sueño como una demostración de que lo quiere, aunque ya se lo diga, y le aliviana la vuelta. “Avisa cuando llegues…”
En estos tiempos donde abundan los blogs y páginas que dicen interpretar con ridícula seguridad, a qué se refieren algunas letras difíciles de entender de Los Redondos, me pongo en ese rol y afirmo que el Indio seguro estaba en una terminal cuando se le ocurrió que “las despedidas son esos dolores dulces”.
Una vez, a la espera de uno de esos tantos viajes de vuelta a la rutina platense, y percibiendo todo esto, comenté en voz alta qué me parecía triste nuestra terminal. Mi viejo me respondió, pausado y tajante: “Todas las terminales son tristes”. Esa noche viajé pensando en esa afirmación. Con el tiempo me di cuenta que depende si te estas yendo, o si estas llegando, si estas volviendo, o si vas a conocer una nueva. Me gusta como pasatiempo cuando estoy entrando a una, pensar hacia dónde va esa gente que espera, y quién los espera a ellos en otro lado, si así fuese.
La de acá, por desidia o por el paso del tiempo, o por ambas, era triste. Lo era funcionando, no puedo imaginar lo que es en esta situación. Pocos lugares pueden denotar una sensación de soledad más absoluta que una terminal de ómnibus cerrada.
Un tipo sentado en un banco temblequea y mueve las piernas como si fuese jineteando un caballo a galope desenfrenado y se mira en el reflejo del vidrio de esa ventana que no cierra, o no abre. Él no se va a ningún lado. Por eso se llama terminal.

martes, 12 de mayo de 2020

Crónica de un estadio vacío por la cuarentena


ESTADIO SIMÓN LUCIANO PLAZAOLA



Hoy estuve en el Plazaola. Está raro. Dice que no ve a nadie más que al Misio, que lo corta y lo deja prolijo, dice también. Y se queda esperando que el Colo entre con su renguera a cuestas, el hilo, el balde y el rodillo. Pero rezonga que hace rato el Colo no lo pisa para pintarlo, y el Pela tampoco. Está un poco ofendido. No entiende. Es como los perros. Se acostumbran a la rutina. Misio riega, al otro día corta, Colo pinta, pone la sillita, ata las redes, las deja bien tirantes y escuadradas, no como esas del Morumbí de los '90 que parecía que el canchero no tuvo ganas y las ató arriba y lo de abajo lo dejó que caiga, como la cola de un vestido de novia. El arco tiene que estar prolijo. Tirante. Como lo deja el Colo, insiste. Porque recibe lo más lindo del fútbol. El Gol. Pero no viene. Lo espera ansioso, con el aroma irresistible del pasto recién cortado. No sabe qué hace que no viene. Porque a él lo tienen acostumbrado que cuando eso pasa, después se acerca lo que le gusta. Se van encendiendo las luces. Afuera de las líneas de cal, lo siente, se arrima gente, se saludan, alguno pega un grito y otros se dan un abrazo, porque se puede. Se prenden del alambrado y hablan de la cancha como si supieran; los escucha y se ríe. El humo empieza a salir por la chimenea de la parrilla y el olor a choripán perfuma el ambiente.
Percibe arengas provenientes de debajo de la platea. El hormigón genera el rebote y aparentan ser muchos, pero no se entiende lo que hablan. Lo invade una mezcla de nervios y excitación. No logra entender por qué con cientos de partidos encima, todas las veces le pasa lo mismo. Lo piensa siempre a eso, pero no tiene tiempo de ponerse a reflexionar ahora. Ya se vienen. El chirrido de la tapa del túnel corriéndose lo conmueve. Los gritos se escuchan más y más fuerte, los tiene al lado y se transforman en un solo alarido. El ruido del repiqueteo de los tapones lo ensordece y entonces ahora sí. La sensación tan agradable de recibirlos. Nota que algunos dan 3 saltitos con un mismo pie y después corren en velocidad y en zigzag como un perro cuando ve abierta la puerta de calle y se escapa.

Y la pelota rueda…

Pero hoy no, hace más de dos meses que eso no pasa. No siente la caricia de la pelota rodando. Ni el pie deslizando preciso como una Gillette entre el césped y hace que la pelota viaje, pero va inmóvil en el aire. Siempre le gusta ver eso. Como si sabe adónde se dirige. Y no esos revoleos de algunos que la pelota gira y gira en el aire y parece que no va a bajar nunca. Algunos la lastiman. Ya no se acuestan los arqueros, ni besan la pelota atenazada acostados. Ninguno refriega la cara en él, con el ceño fruncido y se revuelca por una patada de atrás. Y por suerte tampoco nadie le pega tan mal que levanta un metro por el aire un pedazo de césped y se lleva de recuerdo tierra y pasto en la comisura de la suela y la punta del botín. Eso es lo único que no extraña, pero todo lo otro sí.

El Plazaola nos extraña y nosotros también.

Nos volveremos a ver.

miércoles, 25 de marzo de 2020

Y al quinto día le escribió...


Quinto día de cuarentena. Podría haber sido el cuarto. O el sexto. Da igual. Ya el encierro lo tenía bastante desorientado.
Aunque lo venía llevando bastante bien. Si fuese un partido de fútbol, cosa por la que se regía su calendario anual y que en este momento lo tenía en blanco porque por la cuarentena, obviamentetampoco había futbol, hubiese dicho que fue un partido de trámite parejo pero controlado, con algunos sofocones en las áreas de la noche, y a veces en las mañanas.
“Esto de la tecnología hace todo un poco más fácil” pensaba, y se reía de sí mismo que encerrado y con esas frases ya estaba hecho todo un jubilado.
Además, la soledad nunca fue algo que le molestara, más bien le gustaba. “Pero me gusta elegirla. Estar solo. No sentirme solo. No es lo mismo”, aclaraba siempre.
La soledad y el frío también le gustan. Pero hoy hace calor, desde temprano supo que iba a ser un día sofocante, y eso también hizo que se levante de manera apesadumbrada, como si tuviese dos o tres frazadas de lana de esas tejidas por no sé cuál de sus familiares de hace algunas generaciones atrás, como las que le encajaban en el campo cuando iban a carnear en pleno invierno.
La noche anterior no había anunciado este calor, pensaba. Incluso aprovechó la brisa fresca que entraba por la ventana para abrir las ventanas. “Ventilación cruzada, para optimizar la circulación de aire” recordaba máximas que le quedaron de la carrera.  Y la brisa, además de ventilar y de permitirle apagar el ventilador y poder disfrutar lo más profundo del silencio sin el traqueteo que producía ese trasto viejo, y seguro chino como el virus, lo tentó a tomar un whisky y otra vez se encontró riéndose de él con el comentario de la tecnología, abriendo ventanas para ventilar la casa y tomando whisky a la noche completamente solo, decididamente era un jubilado.
No sabe bien si el whisky, el silencio o tantos días encerrado sin nada ni nadie más que su propia compañía y la de su perro, lo habían llevado a pensar en varias cosas. Y se fue a dormir con algunas ideas, pensando que al otro día esos pensamientos no estarían. “Esa frase boluda de ‘Mañana será otro día’” piensa chasqueando la lengua y meneando la cabeza mirando el desorden que quedó en la mesita ratona entre el vaso vacío, la botella que casi estaba en la misma condición, el libro de una novela que hacía 9 años había empezado y se había dispuesto a terminar durante el encierro, y ese olor a espiral que todavía permanece en el ambiente y lo invadió ni bien abrió la puerta corrediza que comunicaba con el living-comedor. Porque a pesar de la brisa, los mosquitos no dieron acuse y habían estado bastante molestos. El zumbido ya lo alteraba. Y una vez había leído no sabe en dónde que ese era justamente el objetivo del zumbido: alterar la tranquilidad, que la sangre corra más rápido y sea más eficiente la picadura. Vaya uno a saber, pero sonaba bastante lógico si así fuera, y con él funcionaba a la perfección. Siempre pensaba que era un blanco fácil para ellos. Cuando estaban en reuniones se quejaba porque lo picaban solo a él y los demás seguían como si nada. Los tobillos más que nada. “Es que ustedes no tienen sangre, amargos” contraatacaba cuando los amigos lo molestaban por sus quejas ante las picaduras.  Se dispuso a juntar y dejar todo lo más acomodado posible, dentro de un contexto de soledad y cuarentena que no le exigía un orden muy estricto, porque en todo caso el desorden era suyo, y hay pocas cosas más ordenadas que el propio desorden donde uno encuentra las cosas sin buscarlo. Una vez que según su visión estaba todo alineado dentro de esos parámetros anormales que la situación establecía, puso la pava eléctrica y cuando sonaron los pitidos señalando que el agua había alcanzado la temperatura, pensó qué buen invento para los ansiosos había sido ese; más allá de la pintoresca imagen de la pava calentándose en la hornalla y echando vapor por el pico y algunas silbando, prefería ese timbre agudo de la eléctrica, y sobre todo la velocidad, claro. Ahora está sentado, humedeciendo la yerba y mirando absorto como el agua desaparece instantáneamente adentro del mate, dejando apenas un burbujeo arriba. Toma el primero. Ruido cortito. Ceba el segundo y se queda mirando fijo la canilla de la mesada de la cocina, que se había descalzado del orificio y parecía mirar para abajo, triste, conmovida por el efecto del virus. Pero en realidad no está mirando nada, ni a la canilla ni al perro que da vueltas alrededor de la mesa y pasa acariciándose con sus piernas para llamar su atención. No anduvo. Además de ser una frase pelotuda, no funciona en cuarentena porque todos los días son iguales. Está dándole vuelta las cosas que le quedaron de anoche.
¿Desde cuándo se había hecho el filósofo para ponerse a pensar en todas esas cosas en vez de estar haciendo algo productivo o, directamente, durmiendo?
Pero sigue con eso en la cabeza. El aislamiento y el virus que tiene a todo el mundo encerrado, no lo preocupa demasiado, pero sí lo puso un poco taciturno y nostálgico. Entonces empiezan –o siguen- las preguntas sin respuestas.
“¿Qué nos está dejando todo esto además de enseñarnos cómo lavarnos las manos? ¿Y qué nos va a dejar? ¿Es todo una prueba para ver cuantos pelotudos hay en el mundo que ante la cuarentena salen igual? Hay muchos más de los que pensaba” Esa fue la única respuesta que, hasta ahora, supo contestarse.
Pero además de eso, y ahí es donde se cuestiona su rol de filósofo berreta de Instagram, empezó a fantasear en qué pasa si el virus termina con todo. Si después de tantas premoniciones, de los mayas, de Nostradamus, de los astros… un chino que se comió una sopa con un murciélago termina con todos.
Sabe que no, que no se va a acabar todo. Pero… ¿Y si sí?
¿Si al virus se le canta y lo deja de garpe ahí nomás con todas las cosas que no hizo? Si le cae y le dice “Mirá, por timorato y por cagón, porque aunque soy chino te hablo en argentino, te venís conmigo. Ahora. Así. Con la cama sin tender y con la ropa que tenés puesta nomas. Que de hecho te queda bastante ridículo ese ‘shorcito’ de futbol turquesa y esa remera toda descuajeringada. Lavate los dientes y vamos. Las manos deja nomás, ni te calentés”
Entonces, aun sabiendo que no va a pasar eso. Que el virus no va a venir, que no va a ser La Parca y menos hablándole en argentino, se comenzó a preguntar, ¿qué pasa si pasa?
Y pausa el mate, deja tranquila a la canilla deprimida, desatiende la radio que hablan con no sé qué periodista de España que les cuenta cómo viven allá la crisis, va al baño y se mira al espejo, y además de verse en short y remera, con barba desprolija de varios días y despeinado, total qué importa, si estamos en cuarentena, piensa si está conforme si se tiene que ir ahora. Si está conforme con lo que ha hecho hasta esa mañana.
¿Es la persona que hubiera querido ser si se mirara con perspectiva? ¿Se cagó de risa lo necesario o hasta más? ¿Se emborrachó lo suficiente con sus amigos? ¿Vivió lo que quería dentro de lo que podía? ¿Gastó el tiempo donde y con quien quiso estar? ¿Se la jugó alguna vez por una persona que quería y amó lo suficiente a alguien como para no irse sin experimentar realmente ese sentimiento o se iba a ir para el otro lado sin saber lo que era?
Y ahí está lo que le hace ruido. Es un todo. Pero eso último es lo que desde anoche le está retumbando en la cabeza como la pelota contra el tapial del vecino antes que lo retara el padre porque se aflojaba el revoque. Eso de amar. O no sé si de amar que le suena tan fuerte. Pongámosle querer. O de jugársela por alguien. ¿Lo hizo? ¿O Su rol de tipo parco y poco demostrativo no se lo había permitido o tuvo –y tiene- miedo al qué dirán y a que lo dejen pagando? ¿O las dos?
Y además de hacerle ruido, y de retumbar como la pelota en el tapial del vecino y de plantearse si se la había jugado y había amado, le hace recordar esa noche. Y se lo hizo recordar a la noche solo con el whisky, y se lo sigue recordando a la mañana solo con el mate, con el perro franeleándose en las piernas, mirando sin mirar la canilla deprimida de la mesada de la cocina, y mirándose al espejo.
Esa noche sí hacía frio. Hacía frío y llovía, se acuerda. Mucho llovía. Esas lluvias que hacen burbujita cuando caen y dicen que supone que va para largo. Y a él le gusta la soledad, y le gusta el frío y la lluvia también. Bicho raro…
Pero esa noche llovía y no estaba solo. Y se dio cuenta que le gustaba no estar solo. Y hablaba. Y eso no le gusta tanto. O no le sale, más bien. Pero ahora habla, por estrategia, por nervios, por desesperación o porque tiene un par de birras de más. Habla. Y afuera llueve. “Como si fuera la última vez”, pensaba que era otra frase medio pelotuda, pero si era la última vez que lo agarre ahí, en esa casa y con ella. Que sea ahí que se caiga el mundo si quería. Que por el ruido constante y ensordecedor que provocaban las gotas en el techo de chapa parecía no estar muy lejos de pasar. Y a él, el tipo parco y poco demostrativo, y que le gustaba la soledad y dormir solo, lo hubiesen encontrado embobado hasta los huesos con alguien que había visto apenas una vez.
Y hablaba, por todas esas cosas, hablaba y veía que le sostenía la mirada y se agarraba de eso para mantener la mínima esperanza de que lo que le decía le importaba, o que él le importaba, y que no se aburría y quería que ese pesado se vaya de su casa. O que afloje la lluvia un poco para que ese pesado se vaya de su casa.
Y entonces pasó lo que ni siquiera en la más empalagosa novela romántica alguien se atrevería a escribir porque denotaría falta de imaginación en el escritor para salir del paso de una situación con algo exageradamente poco probable.
Y lo que pasó fue que se cortó la luz. Pero no solo en la casa. La casa, la cuadra, el barrio, y probablemente toda la ciudad se encontraban a oscuras y bajo un “diluvio universal”, que no tenía ni idea cómo había sido, pero si lo tuviera que imaginar, lo imaginaría bastante parecido al de aquel día.
Y a aquella señal divina, para él que no creía en Dios, se sumaron las de ella. Que no solo que se quedó sin excusas para echarlo, sino que lo agarró fuerte de la mano y no lo soltaba. Y él pensaba que nunca tuvo tantas ganas de que alguien tenga miedo como ella ese día, si eso significaba que no le soltara la mano y que, además de eso, se anime a darle un beso. Y ya no le importó la tormenta, ni el ruido de la caída de las gotas en el techo de chapa, ni el sonido de los autos que al pasar salpicaban agua para ambos lados casi convertidos en lanchas. Todo se detuvo. Solo deseaba que no volviera la luz.
Después de eso, únicamente se acuerda que se durmieron; cree que ni la abrazó y al otro día, ya con luz, natural y artificial, se arrepintió bastante de no haberlo hecho.
A media mañana se saludaron como dos desconocidos y él se fue a su casa, imaginando cómo sería tomar mates con ella, un domingo a la mañana, ya sin tanta lluvia, los dos en la cama; y sin sospechar que, casi un año después, tomando mate solo mirando la canilla de la mesada de la cocina, todavía fantasearía con lo mismo.
Y entonces, él que le gusta la soledad, el frío, dormir solo, parco y poco demostrativo, sin querer se estaba respondiendo a las últimas preguntas. Y le escribió, porque, si la parca lo quería llevar, que lo lleve así en short de futbol, remera descuajeringada, barba desprolija y despeinado, pero no sin haberle dicho lo que tenía para decirle.

domingo, 22 de marzo de 2020

CUARENTENA TOTAL [Día 3] Juegos que vendrían bien para este momento...


|HOY|
***SCALEXTRIC***

Fin de semana. Lluvia. La habitación en su debido desorden. Varios años atrás. Probablemente telonero de la siesta, la atrapante voz de Apo, contando algún cuento de Fontanarrosa o el gordo Soriano, o hablando con algún jugador de los '60 comentando hazañas que lejos estaban de interesarnos. Todo eso si era sábado. Sino, si era domingo, Eladia Blazquez avisando que era Domingo y por lo tanto no hay trabajo en la apertura del "gran domingo de Continental", con el Turco Wehbe empezando la transmisión dando la formación de cada equipo con la característica inusual de anteponer al jugador nombrado, el dorsal y su ciudad natal "con la número 11, de Villa Constitución, provincia de Santa Fe, Sergio Ángel Berti" marcando con una mínima pausa cada palabra y haciendo mucho énfasis el segundo nombre. Y por ahí algún revoleo de cabeza al escuchar, al pasar que se nombre, aunque sea, alguna ciudad de Entre Ríos.
Pero nuestra atención, la de Martin y la mía, estaba totalmente enfocada en esas piezas con rieles rectos, circulares, o cruzados, que conformaban la pista uniéndose en cada extremo con otra pieza a través de unas conexiones metálicas dobles 'macho y hembra', que mucho después entendería la lógica.
Se ponía en juego toda la imaginación para el diseño de la pista que más tarde sería motivo de pelea.
Martín, como hermano más grande y futuro ingeniero tenía generalmente la última palabra -y la primera y todas las del medio también- a la hora del diseño, curvas, contracurvas y ubicaciones de los puentes de la pista.
La parte más difícil, y por ende la más interesante, antes de jugar, era el acondicionamiento de los autos.
Eran dos, uno rojo y uno amarillo, y la puesta a punto de estos constaba en verificar que la escobilla metálica que corría entremedio de los rieles, tenga la medida justo y no esté con los pelos abiertos. En ese caso había que trenzarlos y probar si se generaba el contacto necesario para que el autito avance al presionar el control. Si esto no sucedía había que cambiar la escobilla, esta parte de mecánica había sido ya explicada por el ingeniero en boxes, el Vasco. Entonces procedíamos a abrir la caja de herramientas, buscar un destornillador y realizar el cambio. Eso fue, hasta el día de hoy, lo más cercano al conocimiento de un auto que he estado. O sea conocimiento nulo.
Todo listo. Había que fijar a cuántas vueltas era la carrera y, aunque parezca una nimiedad, saber cuánto presionar para que el auto no despiste. Si apretabas mucho el mando en cualquier curva o los cruces en X el auto saldría despedido y la derrota sería inevitable. Esas eran complicadas.... las cruces en X para cambiarse de carril. Pero tampoco se podía soltar mucho para que el otro no se te escape. Era un verdadero arte del manejo de la ansiedad. Todo terminaba, con la correspondiente burla del ganador, insultos del perdedor, golpes y gritos de ambos, y el revoleo de alguna pieza de la pista que había sido finamente diagramada, ya no importaba, las condiciones no estaban dadas para la reanudación de la carrera. Como resultado de todo el show vendrían los retos de parte de las autoridades, incrementándose cuando vieran que en el apuro por empezar la carrera habíamos dejado la caja de herramientas abierta y todo desparramado alrededor.
Hoy no llueve pero estamos en aislamiento y qué oportuno sería tener un Scalextric para armar; al menos ahora con conocimiento de arquitectura, le pelearía un poco en el diseño de la pista. Lo más difícil seguramente sea controlar la ansiedad y que el autito amarillo, o el rojo, el que tocara, salga despedido y arrastre de costado hasta pegar en el zócalo cerámico.