martes, 23 de septiembre de 2025

Memorias de Mundiales

 Parte 2: Despertarse en el comedor

Esa madrugada en Sarandí, las piñas sonaron de manera estruendosa, como en los allanamientos de una película yankee cuando buscan un dealer insignificante en un hotel de ruta en algún valle árido de California, con pasillos largos y decenas de puertas. Hacía frío, las frazadas cuadrillé de lana que pesaban y me daban alergia, se cayeron por la forma intempestiva en que desperté y me senté en la cama. O al revés, no sé qué pasó primero. No recuerdo haberme incorporado tan rápido alguna otra vez como esa noche. La oscuridad era total. Cuando Pablo prendió la luz entendimos que el que se trompeó con la puerta era Juan, pero del lado de adentro. Un allanamiento no era.

Pablo era el único que se ubicaba, aún en la ceguera absoluta en la que estábamos; claro, era su habitación. Habitación que antes había sido de papá y mucho antes el comedor de la casa de Sarandí. Raro. Cada vez que lo mencionaban en las reuniones familiares pensaba en la distancia entre la cocina y el comedor, que era una habitación sola, aislada del resto; había que atravesar la galería, el piso de ladrillos de panza techado por la parra, todo en una casa en medio del campo; y entrar por la puerta que Juan había intentado noquear en el primer round hacía un instante y que estoicamente soportó sus golpes estoica. En la galería de piso de cemento del comedor devenido en habitación, había muchas plantas, una grande que le decían costilla de Adán (también me llamaba la atención ese nombre) y adelante, a unos metros, un cantero de donde arrancaba la parra, al que en todo su perímetro le colgaban hacia afuera una especie de yuyos que le decían "pelo de indio".

Aunque un poco brusca la manera, la alarma de Juan nos sirvió para levantarnos. Era la madrugada del domingo y estábamos todos porque ese fin de semana festejábamos los 86 de la Abuela Adela. Y a 20.000 km de distancia y once horas de diferencia, empezaba el mundial. De Japón sabía que era donde se jugaban las copas intercontinentales y eran muy buenos con las cámaras de fotos, y de Corea poco, una bandera un tanto rara que había buscado en el Larousse ilustrado de pura curiosidad. Quizá esa secuencia fue una premonición de lo que serían esos diez días siguientes, o no, fue tan solo un muchacho que se desorientaba al no hallarse en la total oscuridad de un cuarto que no conocía y que Pablo había estudiado al detalle para que no entrara luz ni por las hendijas de los  postigos ni por las de la puerta. También, a favor de Juan, hay que decir que no es cuestión de todos los días dormir en el comedor, es lógico que uno se desoriente.



Unos meses antes, yo mismo me había prometido no dormir nunca más en el comedor. Ese día en casa, contrariamente a la madrugada en Sarandí, hacia mucho calor y con Emi habíamos resuelto tirar los colchones abajo del ventilador del comedor. Con el tiempo entendí que, al no darle el sol directo, era más fresco que la habitación que recibía todo el sol de la tarde. Papá decía que esa era la mejor orientación para una casa entre medianeras, porque recibe luz natural todo el día. En la vereda había un fresno grande que en verano nos daba sombra y en invierno quedaba desnudo de hojas y el poco sol de la tarde llegaba apenas a calentar la casa. La sabiduría de la naturaleza, también decía papá. Mamá, más pedagógica, nos explicaba lo que era la hoja caduca y perenne, que era con dos N y no con una M y una N. Como intemperie era con M y no interperie, con R. Se enojaba mamá cuando escuchaba esas cosas en la tele, o en la radio. Otra cosa que le molestaba, era que los periodistas dijeran "porái", en vez de "por ahí", y que hablaran todo el tiempo en condicional, en medio de un análisis de futbol que de fútbol tenía poco y de rumores incomprobables Y malintencionados, mucho. Y que los manuales de Santillana nos mostraran "la historia contada por los porteños". Eso. Eso también le molestaba a principio de año cuando íbamos a PROA a comprar los libros para comenzar las clases. Y nos daba unos tomos enormes de un tal Urquiza Almandoz, o algo así, que creo que vendía la abuela Queca. Aburridos y sin dibujos. Y yo, en mi cabeza, conectaba con que Almandoz era un jugador de Vélez.

***

Hacia calor, entonces. Mucho calor. Desde temprano se escuchaban las chicharras y ese olor a humedad en el ambiente que no te dejaba cambiar el aire. Ya estábamos de vacaciones y faltaba poco para navidad. "Este año no va a haber regalos para nadie", decía mamá. Y papá hablaba algo de que cuando era chico era "el Niño Dios" y no Papá Noel, y que tenía un significado genuino, no como ahora. "Capitalista" completaba mamá. Lo mismo decía cuando íbamos a Buenos Aires y con Martin le pedíamos parar en Mc Donald cada vez que veíamos el cartel amarillo, luminoso y resplandeciente de la M con fondo rojo. "Están hechas de lombrices" decía papá, y se reía. Y también que era mejor comer asado con cuero. Un poco me desilusionaba a la vuelta cuando sabía que ya no iba a ver más carteles de la M para insistir. Reprochaba un rato y después se me pasaba cuando llegábamos al puente. Ahora no, no me molestaba esa amenaza de que no habría regalos porque sabía que era solo eso, una amenaza porque nosotros nos portamos mal y rompí mis anteojos peleando con Martin, o porque en la tele decían que la crisis aumentaba, y que la pobreza y la indigencia también y que algo de "entrar en default era inminente" y que el gobierno estaba al caer. Eso decían, y papá se había enojado la noche anterior cuando miraba a Mariano Grondona, que tenía una música de cortina que me daba miedo, y yo me tapaba hasta la cabeza con la frazada blanca estampada con operaciones matemáticas multicolores. Decía que le estaban “haciendo imposible el gobierno a De la Rúa estos hijos de puta". Pero creo que, en realidad, estaba enojado con él.



El día había arrancado raro, a la mañana Elvira no nos pidió que fuéramos hasta el Viejo Almacén a comprar pan rallado, huevos y carne cortada fina para milanesas. Ya a la tarde no habíamos podido salir a jugar a la calle. "Frente al ‘Gurí’ hay una camioneta de Crónica”, dijo papá cuando llegó a casa, y no me retó por estar jugando a la pelota contra la pared. Que se aflojaba el revoque, me decía. El Gurí era el supermercado que estaba a dos cuadras de casa, y que hubiera un canal de Buenos Aires apostado en la puerta no era un buen indicio.

Era martes y la tardecita pasó en una tensa calma. A la noche comimos huevos pasados por agua con Criollitas, en unas compoteras Essen, negras con borde. Cuando nos dispusimos a acostarnos y con Emi llevamos los colchones hasta el comedor, de canto para poder pasarlos por el pasillo, era una noche normal de diciembre.

Me dormí mirando el ventilador de techo que giraba en su eje, pero un poco tambaleaba de manera elíptica a medida que aumentaba su velocidad. Mamá decía que habría que llamar un electricista a que lo ajuste, y papá contestaba que lo arreglaría él. Ese ventilador tambaleó hasta que el comedor dejó de estar en ese lugar cuando se reformó la casa.

Me desperté como en un sueño turbulento, las luces de los autos iluminaban de forma violenta y constante a través del portón vidriado del garaje y daban la impresión que subían la pendiente de la vereda para entrar a casa. En los segundos que tardé en despabilarme y salir de la confusión del sueño, vi que mamá y papá miraban, por la ventanita entreabierta de la puerta, a la calle. Se escuchaban muchos autos acelerando y frenando y un ruido particular que me llamaba la atención: las ruedas de los carritos del supermercado rodando calle abajo por la Chacabuco en contramano, cargados de comida, productos de limpieza e incluso algún electrodoméstico. “Están saqueando el super”, me explicó mamá mientras yo la miraba, seguramente con los ojos tan grandes como la noche que Juan Fernando se agarró a trompadas con la puerta.

Nunca más volvimos a comer huevitos Kínder como hacíamos con Martin en los ’90, y la ropa para la escuela dejó de ser Hering, para ser Chicolo. Ese fin de año fue tan raro, que hasta salió campeón Racing, en un torneo que se definió, postergado, entre semana, para que la gente saliera a la calle a festejar, en vez de protestar. Mientras asumían y renunciaban distintos presidentes. Y nosotros volvíamos a ser noticia nacional porque, en Rosario, entre los muertos de la represión había un tal Pocho, que había nacido acá, que andaba en bicicleta ayudando gente humilde y defendiéndolos de la policía, y que más tarde se hizo ángel y canción.

Mamá se quejaba porque le pagaban el sueldo en Federales -que valían tan poco que ni la Abuela Queca los quería, aunque tuvieran la cara de Urquiza-, y con una chequera o Ticket Canasta que te obligaba a consumir en una cadena de supermercados y con Martín mirábamos figuritas del álbum del Mundial que no nos animábamos a pedir que nos compraran. En la tele debatían si el 9 sería Batistuta o Crespo, al que nosotros preferíamos porque era de River, y papá decía que le gustaba Bielsa porque parecía honesto, y no le hacía el juego a la prensa.



Aquel día que empezaba el mundial, festejábamos los 86 de Adela y Juan Fernando nos despertó de manera violenta pero eficiente, nos amontonamos en el comedor real de Sarandí; mientras los equipos salían a la cancha y la camiseta nigeriana encandilaba con su verde flúor para terminar de espabilarnos, la tía Inés, entre dormida, no dejaba de estar pendiente de que todos estemos cómodos; el tío Tito acercaba unos troncos de leña al hogar y Batistuta justificaba su titularidad entrando por el segundo palo a empujar un córner de Verón. Uno a cero, sin más. Y a dormir otro rato al otro comedor convertido en habitación de Pablo.

Unos días más tarde, Beckham se tomaba revancha de la expulsión en Francia y nos dejaba al borde del abismo. Owen inventaba otro penal y yo, camino a la escuela después del partido, terminaba de entender lo que mamá me había explicado esa noche de calor sobre lo que era un saqueo.

La madrugada que jugamos con Suecia papá nos despertó, como le habíamos pedido con Martín. Svensson metía un tiro libre que nunca pateó ni volvería a patear, yo me tapaba los ojos con la frazada, espiando apenas por arriba cómo Cavallero se estiraba y la esperanza se acortaba. Al final entendí que hay una sensación indescriptible que es la del pálpito de un penal que se va a errar. Crespo la empujaba de rebote, pero no alcanzaba.

La tele mostraba al Bati con los ojos vidriosos. Yo me fui a mi cuarto, sin decir nada, y lloré por el fútbol por primera vez. Boca abajo, con la cara apretada contra la almohada, tapado con el acolchado que tantas veces me ayudó a dormir, comprendí que había cosas que no se pueden calcular, y que a veces, cuando todo se desordena, lo único que queda es esperar que al día siguiente nos dejen salir a jugar al fútbol, aunque el revoque se afloje.

 

miércoles, 14 de agosto de 2024

El clásico de Marbella

[La Previa]

        "Busca las sombrillas azules", dijo Jordi ayer en uno de los consejos que voy a valorar de mi compañero de habitación caleño que viajó hoy temprano. Espero que ya esté en su casa con Luca, su labrador de 8 años. El calor, como todos los días, es agobiante. Pero es viernes, aunque no cambie tanto su valoración porque estoy de vacaciones en Cartagena. El mate, infaltable en la mochila.

    Diviso las sombrillas azules y supongo que esto debe ser Playa Marbella. Al igual que ayer en Bocagrande, regateo el precio de la carpa. Vendedores ambulantes, capítulo veintisiete mil quinientos treinta y cuatro. Hoy, con más experiencia, logro rechazarlos con mayor facilidad. El viento comienza a tomar protagonismo. Imposible abrir una hoja del libro. "Mañana lo sigo", miento.

    El día continúa ventoso. El oleaje es bastante más agresivo que el de ayer y cebar el mate se hace imposible, casi. La tarde empieza a caer y merodean varios adolescentes la zona, uno grita "¡Más allá!" El otro hace caso y clava dos ramas finitas.

    Miro hacia el lado de la garita de los guardavidas, misma situación. Casi sin darme cuenta, el estadio ya está emplazado. El arco al que llevan "más allá" para mí en realidad es "más acá", casi en línea recta con mi sector de 3 x 3 delimitado con sogas, mi carpa. La que junto a las demas que estan ubicadas en linea, conforman la platea del estadio.

    Ante este escenario, cualquier persona más o menos futbolera, va a girar la silla y clavar la vista en el campo de juego, que no es un verde césped, sino una beige arena. Y al que no le guste, también prestará atención por miedo a recibir un pelotazo.

    Y, aunque estemos en tierras de García Márquez, me identifico con palabras de Galeano: "Yo no soy más que un mendigo de buen fútbol. Y en los estadios suplico una linda jugadita por amor de Dios". Así que ahí estamos. Señoras y señores, ¡todo listo! Arranca... ¡El clásico de Playa Marbella!

[El clásico de Playa Marbella]

    La pelota, nada de Al-rihla ni Jabulani, es de las que usábamos antes, cuando jugábamos en la calle, la de gajos pentagonales de dos colores. De esos gajos -como corresponde a una pelota que se usa- quedan unos pocos rojos y blancos. Lo demás, todo gris, y áspero tanto para el empeine como si te agarra de lleno en la cara o el pecho. Pasan los primeros minutos y no sé si por condiciones o por el viento, la mayoría de los ataques son hacia el arco que tengo a mi lado. Un moreno de buen porte desborda sobre la orilla, con la misma torpeza que eficiencia para llevarse la pelota, que en un momento se le queda clavada en el agua culpa de una ola que avanzó más de lo normal; el defensor aprovecha el imprevisto para ir al cruce, se le tira con los pies en forma de tijera, pero en un momento deslumbrante de lucidez, el matungo la trae del agua, que se la estaba llevando mar adentro y lo deja al defensor chapoteando en la orilla, levanta la cabeza y mete un derechazo cara interna a rastrón que viene a parar a los pies de mi silla. Golazo. "¡Eeeesaaaa!" gritan él y los compañeros. No gritan gol.

Le alcanzo la pelota al arquero que viene sacudiéndose la arena y compruebo que es liviana. "Tipica de playa" pienso, y se la entrego en las manos cuchareandola con la zurda y levantando un poco de arena. La pareja septuagenaria de la carpa lindante me mira. O supongo que me mira, porque sé que los llené de arena, y mantengo la mirada fija en el campo de juego. El arquero apoya la pelota en el suelo, todavía sacándose de las palmas los restos de la arena que le quedaron después de haberse estirado en su afán de evitar el primer gol del partido. Dubitativo y sin opciones de pase, en un apuro insólito de alguien que está con todo el tiempo a su disposición, ya que no lo marcan -ni pueden hacerlo-, abre el pie derecho y se la pone en el pecho a un muchacho de pelo afro atado con un colero que reviste buena calidad. El atuendo, una remera holgada que alguna vez supo ser blanca con una estampa de Tommy Hilfiger que se ve desde la playa de Bocagrande ahora manchada a causa del gesto técnico con el que dominó el balon; completa su look un short de baño colorido. Toda la pinta para jugar bien, y no desentona. La pelota apenas toca la arena; con un autopase queda de cara al arco y define entre las piernas de un arquero desesperado y despatarrado por intentar enmendar su error. 2-0 en 30 segundos. Definitivamente no es el viento. Son los protagonistas. Un flaco desgarbado con trencitas de colores hace gestos ampulosos demostrando su enojo; encana a sus compañeros, pero con la protagonista redonda en los pies tampoco colabora mucho.

    Tommy Hilfiger no sólo es bueno técnicamente, también es metedor cuando la pelota queda clavada en el medio de la arena después de algún pifie del equipo más cercano a mí -por distancia y porque cuando no es mi equipo, me gusta apostar por los que van de punto-.

    Minutos más tarde, y ante algunos tramos de posesión accidentada del ahora mí equipo, al que bauticé Contraviento, el mismo arquero que tuvo la salida en falso y fue totalmente responsable del segundo gol, vocifera, sin ponerse colorado: "¡Qué bien juega este equipo, parece el 'Balça'". Nada más lejos mi querido guardameta.

    La verdad es que el partido nos está costando mucho y ellos manejan la pelota con buen tino. La mueven de lado a lado, de orilla a sillas, corremos atrás de la pelota, y casi nos embocan el tercero, si no fuese por la displicencia de uno de ellos que la volvió a tocar al medio cuando tenía que empujarla entre los dos pedazos de rama que ofician de arco. Nuestro portero, otra vez estaba en el suelo en una imagen olvidable, con arena por todo el cuello, la mitad de la cara, piernas y torso.

    Pasan los minutos y no se nos cae una idea. El partido se desarrolla con total normalidad y tranquilidad para ellos, no llegamos con peligro aunque estamos parados en mitad de campo. Pelota al lateral, y en una avivada de un petiso que es el único que pareciera entender algo en el equipo, lo deja cara a cara a su compañero que saca un zurdazo que busca ser el descuento del equipo, y se ve alterado por una pisada previa que generó un pozo en la arena y que modifica la precisión de nuestro tanque de área y sobre todo el destino de la pelota, que se clava, pero en el carro de un vendedor de ceviche y pescados que empieza a los gritos y puteadas dando por finalizado el partido. Reproches hacia el ejecutor del disparo que solamente atina a girar las palmas de sus manos hacia abajo, encogerse de hombros y esbozar alguna justificación responsabilizando a la arena entre gritos y ademanes elocuentes. Dos a cero, casi sin sobresaltos para el equipo Viento a Favor. Veremos cómo transcurre la vuelta. Y en qué condiciones.

    Hay que mejorar mucho. Y marcar a Tommy Hilfiger.

*Escrito desde una reposera en Playa Marbella - 7 de Julio de 2022

Al Turco Wehbe...

 *Escrito el 14 de Agosto de 2020

    La arboleda frondosa con ese eucalipto particularmente más alto que los otros. Los silos, a mano izquierda y a lo lejos, interrumpiendo el paisaje. Una granja de pollos. Y otra. Y mas allá, otras. Entre las cuchillas asoman, tímidas pero estoicas, las antenas del peaje. A la izquierda, verde. A la derecha, más verdes. Otros, pero verdes. El sol cae, pero todavía se siente, y si te toca atrás del conductor, quema. Pero, me gusta descubrir que por esas referencias puedo saber cuánto falta para llegar a casa.

    El conductor es mi viejo, y como es domingo y "por lo tanto no hay trabajo", el dial está clavado en el 590 de la amplitud modulada. Por los parlantes suena una voz enérgica, con tonada particular y casi a los gritos. Tiene la costumbre de anteponer al apellido del jugador que recibe la pelota, el gentilicio de su ciudad natal. Sobre todo si es de Río Cuarto. Como Pablito Aimar. Si no, también le dice "El hijo del Payo", y lo nombra con un orgullo como si fuese propio. Y en parte, lo es. 

    Mamá aprendió a bancarse esos esos relatos muchas veces interrumpidos por la interferencia ensordecedora de los cables de alta tensión, por "la magia de la radio". Creo. Quizá solo es resignación.

    Hoy entiendo y agradezco que por eso, porque mi viejo ponía Continental y la Marga escuchaba, atenta, infalible ante un error de conjugaciones o de coherencia, y reflexiva ante una frase que le llamaba la atención, conocí al Turco Wehbe. Relataba el partido secundario, el que no hacía Víctor Hugo, que era "El Partido de la Fecha". Ese que a la noche lo veíamos resumido en Fútbol de Primera, si no me dormía antes.

    Los años pasaron y las referencias cambiaron. Los silos siguen. Ahora sé que son de chapa galvanizada sinusoidal. Las granjas se multiplicaron, y las arboledas, en parte, desaparecieron. En Continental relatan otros y Futbol de Primera ya no existe. Pero aún mantengo la costumbre de mirar por la ventana buscando alguna referencia que me diga que estoy cerca de casa. Siempre. Ya no se escuchan esos relatos con ritmo cordobés, el grito de gol desaforado y la explicación para que los que venimos mirando la ruta y el paisaje, entendamos cómo fue que la pelota terminó adentro del arco, como si fuese un cuento.

    Una parte de esos recuerdos de infancia se cierra. El "patas cortas" te estará esperando, vestido de azulgrana, para hablar de Los Gauchos de Boedo, los Matadores y los Carasucias, con el gordo Soriano.

viernes, 28 de junio de 2024

Otoño

  
 
Uno, dos, tres. Una pausa corta. Casi imperceptible. Uno, dos, tres. Si me concentro puedo adivinar la milésima de segundo antes que suene, áspero y seco, el ruido de la escoba de paja en el movimiento de arrastre para barrer las hojas. Martín duerme, no entiendo cómo eso no lo despierta.

    A mí me gusta el otoño, me gustan sus colores. Pero así como caen de los arboles y cubren las calles y las veredas del barrio, no cuando las barren y termina quedando un montoncito en cada frente de las casas. Mamá dice que es para que no haya tanta mugre, y que con la lluvia y la humedad se pudren y se ponen resbalosas. Papá agrega algo de que se tapan los pluviales.

    Debe ser Hugo el que barre. Es sábado. Seguro está con el bote arriba del tráiler en la vereda.

    Me asomo para confirmarlo. Papá habla con un tal Maristain, que me saluda. Creo que vino a cobrar. Es gracioso y tiene bigote como Don Ramón, pero es petiso, y también tiene una boina bastante gastada.

    En la esquina hay camiones, estacionados de los dos lados de la vereda, y a lo largo de toda la otra cuadra. Tomo un sorbo de leche en mi taza de River y escucho que papá rezonga algo de que falta control. “Que así no hay asfalto que aguante”, eso dice. Mamá le agrega algo de los yuyos que tiene en la vereda. Yo los miro por encima de la taza mientras la inclino para tomar hasta lo último.

    Agarro mi bici azul y le pregunto a mamá si puedo ir a lo de los Heis. Que sí, que para qué voy en bici si es a la vuelta, y que no deje la taza sucia. Que vamos a Don Bosco a jugar a la canchita, por eso.

    Salgo con la pelota en una mano y llevando la bici desde el centro del manubrio, con la otra. Qué alivio ahora que tenemos portón nuevo, y liviano. Al de chapa no lo podía. No me daban los brazos para aguantar el peso de la hoja con una mano mientras intentaba pasar la bici con la otra. Además, cada vez que le sacaba el candado y la cadena por el ojal, las chapas le daban aviso a todo el barrio. Uno no podía escapar tranquilo a la siesta.

    Pero ahora con este sí, ya estoy afuera, bajo la pendiente del garaje poniéndome a prueba con una mano y me dejo llevar con el envión; no voy a lo de los Heis. Salgo, con intriga, para el lado de los camiones.

    El señor está parado en la esquina. Con un termo de plástico rojo y un mate chiquito, y el portón abierto de par en par. Me mira por encima de los anteojos y saluda.

    Yo me quedo mirando el brillo multicolor de sus lentes, pero de inmediato un perro me saca de mi distracción y hace que de un volantazo. Casi me caigo y casi, también, pierdo la pelota.

    El señor lo retó y el perro se calmó. Parece bueno. El señor. El perro no. Tiene pelo blanco y de rulos, y un poco sucio de aceite de los motores. El perro. El señor, también. Pero de pelo lacio y mucho flequillo, como la Bruja Berti, pero blanco. Y un bigote tupido que cuando sorbe la bombilla, mientras me mira alejarme, se achica como un acordeón, y cuando suena el ruido del mate vuelve a su tamaño normal. Es blanco, también, pero después se va poniendo amarillo y parece duro. “Como la escoba”, pienso. Y me vuelvo, a decirle a mamá que los Heis no estaban, que se fueron a “Canrevoc”, o algo así.

    Me gustaba el otoño en el barrio. No se por qué lo barrieron tanto.

jueves, 30 de marzo de 2023

Memorias de Mundiales

Parte 1: Abandonado en lo de Lucas.

    Las gotas caían haciendo burbujitas cuando golpeaban sobre los charcos que se habían formado con el correr de las horas. Ya estaba listo para ir a lo de Lucas, y miraba esa situación en loop mientras los demás se cambiaban. “Los demás” en ese entonces eran solo tres personas. Papá, mamá y Martin.

    Era divertido ir a lo de Lucas, quedaba cerca del club, tenía un patio enorme, una casa en el árbol y una goma de auto atada desde una soga gruesa que usábamos de hamaca. Aunque a mi me gustaba mas jugar a embocarle al hueco desde distintas distancias; me había comprado mamá unos botines Nike Tiempo negros con la pipa Blanca y unos detalles en flúo. Hermosos. Con esos iba a correr más rápido, pensaba. Pero me quedaban apretados. Y al mes me iban a quedar chicos, tenía razón mamá, pero estaban espectaculares y los quise igual. Los llevaba siempre a lo de Lucas, aunque ese día no entrenáramos, para practicar embocarle al hueco de la goma, y porque “si los usas se estiran” había escuchado decir a algún viejo en Parque. Pero Lucas no le ponía tanto entusiasmo entonces el juego se terminaba cuando los botines me apretaban mucho y me acordaba del viejo de parque y de mamá, o cuando algún pelotazo pasaba cerca del estante de madera que tenía varios bonsais que delicadamente cuidaba y criaba Juan, el papá de Lucas. Me encantaba ir a la casa de Lucas. Pero no ese día. No en esa oportunidad. No esa tarde de lluvia que caía haciendo burbujitas y el Vasco decía que entonces, si pasa eso, “va a llover todo el día”. 

    Llovía y también hacía frío, esa tarde que, faltando algunos días para cumplir ocho años, mis papás me abandonaron en la casa de Lucas y “se fueron a Basavilbaso, o algo así” conté en ese momento, a una supuesta eminencia en ortodoncias para hacerlo atender a mi hermano.

    No se quien se la recomendó, ni en qué momento esa vieja dispuso que esa tarde tenía que dar un turno, ni por qué papá, cuando mamá le dijo que ese 30 de Junio a las 5 de la tarde tenían turno en un pueblo a una hora de acá para que lo vean a Martin, asintió sin chistar. Seguro se había olvidado. Hubiese sido fácil la respuesta: “El auto está en el taller, reprogramamos para otro dia”. Pero no, le pidieron el auto prestado a Luis, que era la pareja de la tía Ana, que era remisero y tenía un Duna color clarito, y después de dejarme abandonado en la casa de Lucas, partieron hacia Basavilbaso. Juan y Nora me saludaron y ya tenían varios juegos armados, pero a mí no me interesaban. Lucas me propuso ponernos a dibujar, tenía un tablón largo en la pieza, y muchos lápices. Acepté con desgano. Además el dibujaba mucho mejor. Las gotas seguían formando burbujitas en su caída, efectivamente, iba a llover todo el día.

    Y como llovía, tampoco podía jugar a embocar en el agujero de la cámara. Pero igual no tenía ganas, ni siquiera había llevado los botines. Los había dejado en casa. Además me apretaban un montón, pero ni loco lo asumía.

    Menos ese día. Que estaba enojado y me dolia un poco la panza. ¿Por qué no podíamos estar en casa como los otros partidos? Si papá nos había enseñado que todos los planes del fin de semana se organizaban en función del horario del partido. ¿No nos había levantado un día a las seis de la mañana para ver a River en Japón? Y nos amargamos con el gol de Del Piero, aunque él se iba a trabajar y yo no entendía muy bien qué pasaba. Y ya sé que no era River, pero era Argentina, y contra Inglaterra, y los otros partidos los habíamos mirado en casa mientras él movía de manera incesante la pierna y rechazaba algunas pelotas que caían en el área y pateaba cuando estaba Bati en el área rival. Si hasta mamá se sentaba a mirarlos. Y además jugaba Ortega, que era mi idolo, pero como no me salia imitar sus frenos, tambien elegia al Mono Burgos. Pero no jugaba. Passarella lo habia elegido a Roa, que segun papa era “medio raro, musulmán o algo de eso, y no come carne”. 

    Me molestaba que no jugara el Mono por ese Raro. Yo quería verlo hacer “la de Dios” y que se levantara mascando chicle y riendose en ese estadio que era en Saint Etienne y el nombre me recordaba a la abuela Queca, que unos meses atrás me había hecho escuchar “La Marsellesa”, advirtiendome de antemano “es el himno mas lindo del mundo”. Casi de forma imperativa; y de la señorita Blanche de francés que nos había enseñado a pronunciar los estadios y las ciudades del mundial, pero los periodistas lo hacían mal.

    Solté los lápices, además no había dibujado nada. Me senté en la cama apoyando la espalda contra la pared y miraba, en un TV 14 pulgadas de carcaza roja que estaba en la punta del tablón, por primera vez, un partido solo. Y digo solo, no por recordar el abandono, sino porque Lucas seguía dibujando ensimismado en alguna historieta; Juan y Nora probablemente dormían en la pieza de al lado.

    Lucas salió por un ratito de su introspección artística porque de entrada nomás el Bati, con algo de suspenso, se la puso contra el palo a Seaman que usaba bigotes y pelo largo, y le había adivinado la intención; lejos de gritar el gol, su observación fue que ·tenía nombre de superhéroe. Había encontrado otro personaje para su historieta. Enseguida nomás Shearer nos empató y Owen, que tenía cara de nene de algunos años más que nosotros, lo dejó pintado a Ayala y puso el 2-1. Quería que el timbre sonara y sean papa, mama y martín viniendo a buscarme para ir a ver el partido a casa y que papa rechazara en el área nuestra y pateara al gol en el área rival. Pero no.

    Orteguita frenaba y arrancaba en Francia, y acá, en Argentina,  llovía con burbujitas. Empatamos con gol de Zanetti y terminó el primer tiempo. Del segundo tiempo no me acuerdo. 

    En un momento Juan se asomó por la puerta y dijo algo de los ingleses, pero creo que no tenía nada que ver con el fútbol; Lucas le mostró su nuevo superhéroe de bigotes y guantes. Mientras yo me escondía debajo de la cama para que el superhéroe, que para mi era villano, no triunfara en los penales. 

    Ese día descubrí que aunque yo lo quería al Mono, tambien podia gustarme Roa, y que no era musulman, sino adventista y vegetariano, por eso le decían Lechuga; y  me entere que, a veces, los dolores de panza son por nervios, que papá agotó la bocina del auto bajo la lluvia que hacía burbujas a la vuelta del viaje a Basavilbaso, y que el tío Luis, aunque tuviera un Duna color clarito, no era remisero, sino psicólogo.

domingo, 30 de enero de 2022

Es domingo

Es domingo. Atrás de unos álamos que vienen perdiendo la pelea por no secarse, el sol se desploma y esconde en el horizonte de pastizales amarillentos y algunos espinillos aislados.
Ahora estoy en Sarandí. También es domingo. Algun domingo del '98. Los álamos son los pinos de la casa de los papás de Juan Eduardo, que tiene ocho como yo, y caza lagartos. El sol se deja entrever unos minutos más entre las copas finas y altas. Subimos al auto los tres. Emi al medio, Martin y yo a las ventanillas como corresponde por ser mayores. La pelota quedó en el baúl, para que no peleemos, dicen. Es re pesada, papá se la compró a un amigo para ayudarlo, creo que dijo. Lo bueno es que no corremos riesgo que se nos vaya por encima de la tranquera porque no la podemos levantar.
Mamá y papá están terminando de despedirse y hablan temas que no entendemos ni nos interesan. Aunque en la radio una señora cantaba que “es Domingo y por lo tanto no hay trabajo”, la chimenea con la camiseta de Croacia sigue humeando y me acuerdo de Davor Suker, que hizo un montón de goles en el mundial de Francia, y es parecido al actor de “La Niñera”.
El portazo de mamá cuando sube al auto con las dificultades que implica el embarazo de los mellis, me descuelga de mi divague. Van a ser un nene y una nena. Papá dice que al varón le quiere poner Demetrio por no sé qué vecino de cuando era chico, y Magdalena, por alguna tía, o algo así. Mamá al principio se enoja y ahora ya se ríe porque sabe que no se van a llamar así. Saludamos con la ventanilla baja. La de Martín. Yo quedé del otro lado. Tito está con el antebrazo izquierdo apoyado en la tranquera, que ahora está abierta porque ya dejamos de jugar, y para que podamos salir. Sonríe y agita la otra mano saludando, le dice algo a papá cargándolo y los dos se ríen. Me gusta verlo sonreír porque muchas veces está serio y parece que habla retándote, el Tito; sobre todo cuando juega al truco y canta falta envido con tres negras.

domingo, 6 de septiembre de 2020

Falta envido, truco y la mamá del Polo

"Murió la mamá del Polo".

La frase atravesó el ambiente como un viento helado poco probable en una noche húmeda de febrero, y el silencio se apoderó de la mesa. Los cuatro que jugaban al truco dejaron la mano en la incertidumbre de una falta envido que Pablo había osado cantar con la confianza de quien tiene treinta y tres de mano, pero tenía apenas veintidós. Y de pie. Sin embargo sus contrincantes dudaban, hasta que llegó esa frase que tiró por el suelo la falta, la mano y la partida en curso.

Por unas milésimas de segundos, que parecieron eternas, nadie dijo una palabra, ni los cuatro jugadores, ni Manuel que estaba sentado en una banqueta alta mirando el celular y de reojo el tanteador del partido para volver a entrar, mirando desde afuera porque habían perdido con el Rata. El disparador de la primicia triste.

El Rata siempre corría detrás de la primicia, o de los chusmeríos, arrebatado, y sabía que era así aunque se enojara cuando lo cargaban sus amigos. Ese arrebato fue el que generó el impacto de la frase, además del contenido, como si la hubiera escupido sin querer.

El primero que atinó a decir algo fue Nacho, que tenía treinta pero estaba a punto de decir que "No, jugá nomás", cuando lo interrumpió la noticia.

"Pobre Susana" dijo. Inmediatamente después se zambulló tres cuartos del vaso de cerveza que ya estaba transpirado por el calor y la humedad de esa noche.

"De paso ya brindaste a su memoria" le contestó con sorna su compañero de truco, el Chueco, mientras miraba cómo bajaba considerablemente el líquido dorado del vaso, hasta quedar apenas unos restos espuma que se iban desvaneciendo en las paredes de vidrio.

Nacho se hizo cargo del comentario, disimuló un eructo y levantó el vaso vacío a modo de saludo al cielo.

"Déjense de boludear, che..." les recriminó Juan, que hacía menos de un minuto estaba sufriendo y comíendose las uñas porque sabía que Pablo había cantado sin nada, mientras bajaba el volumen del parlante mientras Los Redondos contaban las andanzas del Capitán Buscapina.

"¿Quién te avisó, Rata?" preguntaba Pablo, mientras otro consultaba si alguien había hablado en esos días con Polo, que hacía años vivía en Buenos Aires, y ya de novio, no volvía tanto. "Parece que a la mina no le gusta mucho venir acá. Dice que es un pueblo, que la deprime", afirmó Nacho con la seguridad de quien desenfunda una verdad absoluta, pero en realidad no tenía pruebas de lo que acababa de decir. Los demás asintieron, y también se quejaron de que sea así. Se escuchó un "Pollerudo", que enseguida fue reprendido por la gravedad del contexto.

"Estaba jodida hace unos meses ya..." comentó Pablo mezclando las cartas lentamente como para tener las manos ocupadas, mientras fijaba la vista en el porta-vasos de no sabía cuál edificio de qué ciudad de Europa que los padres del Chueco habían traído de recuerdo. El vaso le tapaba el nombre y parte de la foto, y tampoco se interesó en levantarlo para quitarse la duda.

Manuel era el único que no había pronunciado palabra alguna. Solamente miró fijo al Rata cuando lo sorprendió la noticia. Le sostuvo la mirada unos segundos hasta que comprendió la literalidad de la frase. Volvió a perderse en el celular, pero en realidad no prestaba atención a lo que reflejaba la pantalla ni a sus notificaciones, que le avisaban que se estaba quedando sin batería.

Se sumergió en una sumatoria de recuerdos mientras los demás comentaban cosas sobre Polo, su mamá y "cómo estarán Ricardo y los demás".

Manuel había sido siempre el más cercano a Polo, desde chicos. Hipólito, como le decían en su casa cuando lo retaban o le llamaban la atención. Y Susana había estado presente en todas esas etapas. Se conocían desde el preescolar. En primer grado, ellos le habían puesto el apodo que todavía llevaba puesto el que había dado la funesta novedad: el Rata, Lucio hasta ese día, había ido con unas medias a clase que tenía dibujos de ese animal, y a partir de ese momento, hasta ahora, fue siempre el Rata. Se acuerda que Susana los retó, un sábado de mañana, cuando le contaron que tenían un compañero que le decían así, y por qué. No entendieron, si el Rata se había reído, ¿por qué estaba mal? De hecho se hizo tan poco problema que adoptó el apodo como propio, y veinticinco años después, pocas personas saben que se llama Lucio.

Con Polo, además de la escuela, compartían el barrio, y el club. Y ahí también había estado Susana, con sus papás también. Todos los sábados. Frío, calor, a la hora que sea. 

Y estuvo después, a los doce años, cuando pasó lo de su papá. Entonces fue cuando Manuel empezó a frecuentar aún más la casa de Polo; sentía que era el único lugar donde no los miraban con lástima. Manuel odiaba ese sentimiento, aún hoy. Se obligó a no sentir pena ni lástima por nadie.

Quizá por eso es que reprimía tanto sus ganas de llorar, para que no le tengan lástima. Aunque ahora recordando esas cosas le habían dado un poco de ganas. Entonces lo asaltó el recuerdo de la última vez que lloró. Había sido a los catorce o quince años, después de ese partido que perdieron con Belgrano, uno a cero sobre la hora. Pero no sólo eso, cuando volvían caminando a sus casas, con Polo, los pibes de Belgrano pasaron gritándoles y riéndose de ellos. Eran cinco. Polo amagó a correrlos para pelear, pero él lo frenó. Siempre fue más cauteloso, aunque a veces lo tildaran de miedoso.

Cuando llegaron a la casa de Polo, que quedaba de camino a la suya, Susana los vio con bronca y les dijo algo así como que a veces se gana y a veces se pierde, que sonó poco convincente. Pero atrás de eso Polo desembuchó, entre insultos, la verdadera razón del enojo.

"No les den bola. Son unos idiotas". La que había dado ese veredicto no fue Susana, sino Camila, la hermana de su mejor amigo. Apenas escuchó levantó la vista, que mantenía fija en el cordón de la vereda, cabeza gacha, para que no se notara que tenía los ojos vidriosos y un poco de ganas de llorar de la calentura.

Entonces se detuvo en los ojos grandes y oscuros, de quien había sentenciado, por un lado a los del Belgrano con su calificación, y por otro a él. ¡Qué ojos tenía, por Dios!

Ella ya estaba en quinto año, y aunque iban al mismo colegio, las chicas más grandes nunca le prestaban atención a los más chicos. Ni siquiera a los de su edad. Manuel se veía complicado.

Rememorar ese momento preciso, le produjo otra vez la sensación de los ojos vidriosos, por tristeza o por melancolía; se refregó los ojos y parpadeó un par de veces para despabilarse.

El truco, después de hablar un rato de Polo y contar algunas anécdotas graciosas, había vuelto a comenzar.

Mientras pensaba lamentándose que nunca le pudo decir a Susana que estaba perdidamente enamorado de su hija, un grito desmesurado de Pablo lo bajó a tierra. Otra vez estaba mintiendo con la falta envido.

Hizo una mueca de sonrisa con la mitad de la boca, meneó la cabeza y preguntó cuánto iban.


sábado, 5 de septiembre de 2020

TERMINAL

Escribir desde el desvelo es, quizá, una de las situaciones que más me acerca a mí época como estudiante en La Plata. Incluso más que trabajar en AutoCad o cualquier otro programa por el estilo. Ya sea por elección –leer, escuchar a Dolina, o simplemente aprovechar el silencio para dibujar o estudiar mientras la ciudad dormía y ganaba la tranquilidad- o por obligación, era algo recurrente. Cuando era por obligación, y sobre todo contrarreloj porque había que terminar para esa mañana siguiente, la percepción del desvelo era diferente. Se marcaba en distintas etapas o estados que generalmente, aunque pudiera variar el orden, se repetían todas las veces que trasnochábamos. Sí, en primera persona del plural. Y éste es un punto a remarcar porque no es lo mismo pernoctar solo que acompañado. Bajo ningún contexto. Pero menos cuando estás haciendo una entrega para la facultad. El olor a café. Pero no se imaginen el de la publicidad de la tele. No, uno así nomás, sin batir, sin espuma, sin dedicación. Con el único objetivo de mantenernos en situación de alerta. Como si lo hiciera el Cholo Simeone, poco vistoso pero efectivo.

La guitarra, para el que sabía tocar. Y para el que no. De Los Redondos a Pink Floyd, de Pink Floyd a Zeppelin y de Zeppelin a Los Palmeras, sin escalas.
El buen humor, el mal humor, un tercer estado incalificable que se descubre cuando toca trasnochar día por medio, o casi.
La charla normal, las dudas, los cantos a los gritos, las letras de las canciones inventadas, los silencios.
Un soldado que cae, y los otros avanzan. Cambios de guardia. “Cada día que trasnochamos, nos quita un día de vida”, sentenció un amigo en una situación crítica avanzadas las cinco de la mañana, en invierno, deseando que la noche sea eterna porque no llegábamos a las nueve para corregir. Ese día decidimos que cuando termináramos de cursar no trasnocharíamos más por dibujar. Debería escribirles a ver si, al igual que yo, cumplieron su promesa.
El mate infaltable que certifica que el entrerriano es el mejor, por recipiente y por preparación. Pero en ese momento no importa, calabaza, madera, forrado en metal, lata, plástico. Al igual que el café y el Cholo. Lo único importante es el resultado.
Como pasaba en esas noches de desvelo que empezabas planeando y pensando una cosa y terminabas en otra muy distinta, es que el título dice “TERMINAL” y lo que sigue abajo no tiene nada que ver. O en una de esas, sí. Porque también me desvelaba cuando viajaba en el “Directo” a La Plata toda la madrugada.
La palabra en sí no tiene una connotación muy positiva. En ningún ámbito. Además, ¿Por qué se llama TERMINAL si no siempre estamos terminando en ese lugar? A veces todo lo contrario. ¿Estación sería más adecuada?
La nuestra en particular, es fea. Dicen que alguna vez fue la más linda de la provincia. Difícil era imaginarlo un domingo, o ya lunes casi de madrugada. El aspecto de abandono, los mosaicos viejos y gastados, las aberturas de chapa que no cierran, o no abren. Los colectivos que no entran hasta la plataforma porque el techo quedó bajo y, por lo descascarado del cielorraso en la losa, se ve que algún chofer lo comprobó fehacientemente. Un colectivo que llega. “Debe ser ese. Ah no, dice ROSARIO”. Otro que llega, pero de otra empresa. Gente que baja. Gente que sube. Abrazos de despedida, varios. Abrazos de bienvenida, pocos. Una chica despide a su novio, que le dice que ya sube así se puede ir a dormir, que ya es tarde y mañana se levanta a las cinco de la mañana, ella le dice que sí, pero espera lo necesario hasta que el colectivo da marcha atrás y se dispone a salir, para saludarlo, ventanilla mediante, y varios metros también. Él interpreta ese sacrificio de pocas horas de sueño como una demostración de que lo quiere, aunque ya se lo diga, y le aliviana la vuelta. “Avisa cuando llegues…”
En estos tiempos donde abundan los blogs y páginas que dicen interpretar con ridícula seguridad, a qué se refieren algunas letras difíciles de entender de Los Redondos, me pongo en ese rol y afirmo que el Indio seguro estaba en una terminal cuando se le ocurrió que “las despedidas son esos dolores dulces”.
Una vez, a la espera de uno de esos tantos viajes de vuelta a la rutina platense, y percibiendo todo esto, comenté en voz alta qué me parecía triste nuestra terminal. Mi viejo me respondió, pausado y tajante: “Todas las terminales son tristes”. Esa noche viajé pensando en esa afirmación. Con el tiempo me di cuenta que depende si te estas yendo, o si estas llegando, si estas volviendo, o si vas a conocer una nueva. Me gusta como pasatiempo cuando estoy entrando a una, pensar hacia dónde va esa gente que espera, y quién los espera a ellos en otro lado, si así fuese.
La de acá, por desidia o por el paso del tiempo, o por ambas, era triste. Lo era funcionando, no puedo imaginar lo que es en esta situación. Pocos lugares pueden denotar una sensación de soledad más absoluta que una terminal de ómnibus cerrada.
Un tipo sentado en un banco temblequea y mueve las piernas como si fuese jineteando un caballo a galope desenfrenado y se mira en el reflejo del vidrio de esa ventana que no cierra, o no abre. Él no se va a ningún lado. Por eso se llama terminal.

martes, 12 de mayo de 2020

Crónica de un estadio vacío por la cuarentena


ESTADIO SIMÓN LUCIANO PLAZAOLA



Hoy estuve en el Plazaola. Está raro. Dice que no ve a nadie más que al Misio, que lo corta y lo deja prolijo, dice también. Y se queda esperando que el Colo entre con su renguera a cuestas, el hilo, el balde y el rodillo. Pero rezonga que hace rato el Colo no lo pisa para pintarlo, y el Pela tampoco. Está un poco ofendido. No entiende. Es como los perros. Se acostumbran a la rutina. Misio riega, al otro día corta, Colo pinta, pone la sillita, ata las redes, las deja bien tirantes y escuadradas, no como esas del Morumbí de los '90 que parecía que el canchero no tuvo ganas y las ató arriba y lo de abajo lo dejó que caiga, como la cola de un vestido de novia. El arco tiene que estar prolijo. Tirante. Como lo deja el Colo, insiste. Porque recibe lo más lindo del fútbol. El Gol. Pero no viene. Lo espera ansioso, con el aroma irresistible del pasto recién cortado. No sabe qué hace que no viene. Porque a él lo tienen acostumbrado que cuando eso pasa, después se acerca lo que le gusta. Se van encendiendo las luces. Afuera de las líneas de cal, lo siente, se arrima gente, se saludan, alguno pega un grito y otros se dan un abrazo, porque se puede. Se prenden del alambrado y hablan de la cancha como si supieran; los escucha y se ríe. El humo empieza a salir por la chimenea de la parrilla y el olor a choripán perfuma el ambiente.
Percibe arengas provenientes de debajo de la platea. El hormigón genera el rebote y aparentan ser muchos, pero no se entiende lo que hablan. Lo invade una mezcla de nervios y excitación. No logra entender por qué con cientos de partidos encima, todas las veces le pasa lo mismo. Lo piensa siempre a eso, pero no tiene tiempo de ponerse a reflexionar ahora. Ya se vienen. El chirrido de la tapa del túnel corriéndose lo conmueve. Los gritos se escuchan más y más fuerte, los tiene al lado y se transforman en un solo alarido. El ruido del repiqueteo de los tapones lo ensordece y entonces ahora sí. La sensación tan agradable de recibirlos. Nota que algunos dan 3 saltitos con un mismo pie y después corren en velocidad y en zigzag como un perro cuando ve abierta la puerta de calle y se escapa.

Y la pelota rueda…

Pero hoy no, hace más de dos meses que eso no pasa. No siente la caricia de la pelota rodando. Ni el pie deslizando preciso como una Gillette entre el césped y hace que la pelota viaje, pero va inmóvil en el aire. Siempre le gusta ver eso. Como si sabe adónde se dirige. Y no esos revoleos de algunos que la pelota gira y gira en el aire y parece que no va a bajar nunca. Algunos la lastiman. Ya no se acuestan los arqueros, ni besan la pelota atenazada acostados. Ninguno refriega la cara en él, con el ceño fruncido y se revuelca por una patada de atrás. Y por suerte tampoco nadie le pega tan mal que levanta un metro por el aire un pedazo de césped y se lleva de recuerdo tierra y pasto en la comisura de la suela y la punta del botín. Eso es lo único que no extraña, pero todo lo otro sí.

El Plazaola nos extraña y nosotros también.

Nos volveremos a ver.

domingo, 22 de marzo de 2020

CUARENTENA TOTAL [Día 3] Juegos que vendrían bien para este momento...


|HOY|
***SCALEXTRIC***

Fin de semana. Lluvia. La habitación en su debido desorden. Varios años atrás. Probablemente telonero de la siesta, la atrapante voz de Apo, contando algún cuento de Fontanarrosa o el gordo Soriano, o hablando con algún jugador de los '60 comentando hazañas que lejos estaban de interesarnos. Todo eso si era sábado. Sino, si era domingo, Eladia Blazquez avisando que era Domingo y por lo tanto no hay trabajo en la apertura del "gran domingo de Continental", con el Turco Wehbe empezando la transmisión dando la formación de cada equipo con la característica inusual de anteponer al jugador nombrado, el dorsal y su ciudad natal "con la número 11, de Villa Constitución, provincia de Santa Fe, Sergio Ángel Berti" marcando con una mínima pausa cada palabra y haciendo mucho énfasis el segundo nombre. Y por ahí algún revoleo de cabeza al escuchar, al pasar que se nombre, aunque sea, alguna ciudad de Entre Ríos.
Pero nuestra atención, la de Martin y la mía, estaba totalmente enfocada en esas piezas con rieles rectos, circulares, o cruzados, que conformaban la pista uniéndose en cada extremo con otra pieza a través de unas conexiones metálicas dobles 'macho y hembra', que mucho después entendería la lógica.
Se ponía en juego toda la imaginación para el diseño de la pista que más tarde sería motivo de pelea.
Martín, como hermano más grande y futuro ingeniero tenía generalmente la última palabra -y la primera y todas las del medio también- a la hora del diseño, curvas, contracurvas y ubicaciones de los puentes de la pista.
La parte más difícil, y por ende la más interesante, antes de jugar, era el acondicionamiento de los autos.
Eran dos, uno rojo y uno amarillo, y la puesta a punto de estos constaba en verificar que la escobilla metálica que corría entremedio de los rieles, tenga la medida justo y no esté con los pelos abiertos. En ese caso había que trenzarlos y probar si se generaba el contacto necesario para que el autito avance al presionar el control. Si esto no sucedía había que cambiar la escobilla, esta parte de mecánica había sido ya explicada por el ingeniero en boxes, el Vasco. Entonces procedíamos a abrir la caja de herramientas, buscar un destornillador y realizar el cambio. Eso fue, hasta el día de hoy, lo más cercano al conocimiento de un auto que he estado. O sea conocimiento nulo.
Todo listo. Había que fijar a cuántas vueltas era la carrera y, aunque parezca una nimiedad, saber cuánto presionar para que el auto no despiste. Si apretabas mucho el mando en cualquier curva o los cruces en X el auto saldría despedido y la derrota sería inevitable. Esas eran complicadas.... las cruces en X para cambiarse de carril. Pero tampoco se podía soltar mucho para que el otro no se te escape. Era un verdadero arte del manejo de la ansiedad. Todo terminaba, con la correspondiente burla del ganador, insultos del perdedor, golpes y gritos de ambos, y el revoleo de alguna pieza de la pista que había sido finamente diagramada, ya no importaba, las condiciones no estaban dadas para la reanudación de la carrera. Como resultado de todo el show vendrían los retos de parte de las autoridades, incrementándose cuando vieran que en el apuro por empezar la carrera habíamos dejado la caja de herramientas abierta y todo desparramado alrededor.
Hoy no llueve pero estamos en aislamiento y qué oportuno sería tener un Scalextric para armar; al menos ahora con conocimiento de arquitectura, le pelearía un poco en el diseño de la pista. Lo más difícil seguramente sea controlar la ansiedad y que el autito amarillo, o el rojo, el que tocara, salga despedido y arrastre de costado hasta pegar en el zócalo cerámico.